Por tercer domingo consecutivo se nos propone un relato enmarcado en el “primer día de la semana”. Estos dos discípulos pasan, de creer en un Jesús profeta pero condenado a una muerte destructora, a descubrirlo vivo y dándoles Vida. De la desesperanza, pasan a vivir la presencia de Jesús. Se alejaban de Jerusalén tristes y decepcionados; vuelven a toda prisa, contentos e ilusionados. El pesimismo les hace abandonar el grupo, el optimismo les obliga a volver para contar la gran noticia.
El relato de los discípulos de Emaús, es un prodigio de teología narrativa. En ella podemos descubrir el verdadero sentido de los relatos de apariciones. El objetivo de todos ellos es llevarnos a participar de la experiencia pascual que los primeros cristianos tuvieron. En ningún caso intentan dar noticias de acontecimientos históricos. Los dos discípulos de Emaús no son personas concretas, sino personajes. No quiere informarnos de lo que pasó una vez, sino de lo que está pasando cada día, a los seguidores de Jesús. Es Jesús quien toma la iniciativa, como siempre. Los dos discípulos se alejaban de Jerusalén. Solo querían apartar de su cabeza aquella pesadilla. Pero a pesar del desengaño sufrido por su muerte y muy a pesar suyo, van hablando de Jesús. Lo primero que hace Jesús es invitarles a desahogarse, les pide que manifiesten toda la amargura que acumulaban. La utopía que les había arrastrado a seguirlo, había dado paso a la más absoluta desesperanza. Pero su corazón todavía estaba con él, a pesar de su muerte. En este sutil matiz, podemos descubrir una pista para explicar lo que sucedió a los primeros seguidores de Jesús. La muerte les destrozó, y pensaron que todo había terminado; pero a nivel subconsciente, permaneció un rescoldo que terminó siendo más fuerte que las evidencias tangibles. En el relato de la conversión de Pablo, podemos descubrir algo parecido. Perseguía con ahínco a los cristianos, pero sin darse cuenta, estaba subyugado por la figura de Jesús y en un momento determinado, cayó del burro. La manera de reconocerlo (después de haber caminado y discutido durante tres kms.) y la instantánea desaparición, nos indican claramente que la presencia de Jesús, después de su muerte, no es la de una persona normal. Algo ha cambiado tan profundamente, que los sentidos ya no sirven para reconocer a Jesús. Estos detalles nos vacunan contra la manera física de interpretar los relatos que nos hablan de Jesús después de su muerte. Nosotros esperábamos… Esperaban que se cumplieran sus expectativas. No podían sospechar que aquello que esperaban, se había cumplido. Fijaros bien, como refleja esa frase nuestra propia decepción. Esperamos que la Iglesia... Esperamos que el Obispo... esperamos que el concilio... Esperamos que el Papa... Esperamos lo que nadie puede darnos y surge la desilusión. Lo que Dios puede darnos ya lo tenemos. El desengaño es fruto de una falsa esperanza. Por no esperar lo que Jesús da, la desilusión está asegurada. No es Jesús el que cambia para que le reconozcan, son los ojos de los discípulos los que se abren y se capacitan para reconocerle. No se trata de ver algo nuevo, sino de ver con ojos nuevos lo que tenían delante. No es la realidad la que debe cambiar para que nosotros la aceptemos. Somos nosotros los que tenemos que descubrir la realidad de Jesús Vivo, que tenemos delante de los ojos, pero que no vemos. Hay momentos y lugaresdonde se hace presente Jesús de manara especial, si de verdad sabemos mirar. 1) En el camino de la vida. Después de su muerte, Jesús va siempre con nosotros en nuestro caminar. Pero el episodio nos advierte que es posible caminar junto a él y no reconocerlo. Habrá que estar mucho más atento si, de verdad, queremos entrar en contacto con él. Es una crítica a nuestra religiosidad demasiado apoyada en lo externo. A Jesús ya no lo vamos a encontrar en el templo ni en los rezos sino en la vida real, en el contacto con los demás. Si no lo encontramos ahí, cualquier otra presencia será engañosa. La concepción dualista que tenemos del mundo y de Dios nos impide descubrirle. Con la idea de un Dios creador que se queda fuera del mundo, no hay manera de verle en la realidad material. Pero Dios no es lo contrario del mundo, ni el Espíritu es lo contrario de la materia. La realidad es una y única, pero en la misma realidad podemos distinguir dos aspectos. Desde el deísmo que considera a Dios como un ser separado y paralelo de los otros seres, será imposible descubrir en las criaturas la presencia de la divinidad. 2) En la Escritura. Si queremos encontrarnos con el Jesús que da Vida, tenemos en las Escrituras un eficaz instrumento. Pero el mensaje de la Escritura no está en la letra sino en la vivencia espiritual que hizo posible el relato. La letra, los conceptos no son más que el soporte, en el que se ha querido expresar la experiencia de Dios. Dios habla únicamente desde el interior de cada persona, porque el único Dios que existe, es el que fundamenta cada ser. Dios solo habla desde lo hondo del ser. Esa experiencia, expresada, es palabra humana, pero volverá a ser palabra de Dios si nos lleva a la vivencia. 3) Al partir el pan: No se trata de una eucaristía, sino de una manera muy personal de partir y repartir el pan. Referencia a tantas comidas en común, a la multiplicación de los panes, etc. Sin duda el gesto narrado hace también referencia a la eucaristía. Cuando se escribió este relato ya había una larga tradición de su celebración. Los cristianos tenían ya ese sacramento como el rito fundamental de la fe. Al ver los signos, se les abren los ojos y le reconocen. Fijaos, un gesto es más eficaz que toda una perorata sobre la Escritura. 4) En la comunidad reunida. Cristo resucitado solo se hace presente en la experiencia de cada uno. Al compartir con los demás esa experiencia, él se hace presente en la comunidad. La comunidad (aunque sea de dos) es imprescindible para provocar la vivencia. La experiencia de uno compartida, empuja al otro en la misma dirección. El ser humano solo desarrolla sus posibilidades de ser, en la relación con los demás. Jesús hizo presente a Dios amando, es decir, dándose a los demás. Esto es imposible si el ser humano se encuentra aislado y sin contacto alguno con el otro. El mayor obstáculo para encontrar a Cristo hoy, es creer que ya lo tenemos. Los discípulos creían haber conocido a Jesús cuando vivieron con él; pero aquel Jesús que creían ver, no era el auténtico. Solo cuando el falso Jesús desaparece, se ven obligados a buscar al verdadero. A nosotros nos pasa lo mismo. Conocemos a Jesús desde la primera comunión, por eso no necesitamos buscarle. El verdadero Jesús es nuestro compañero de viaje, aunque es muy difícil reconocerlo en todo aquel que se cruza en nuestro camino. Meditación Caminó con ellos, discutió con ellos, pero no lo conocieron. Ni teologías ni exégesis racionales te llevarán al verdadero Jesús. El único camino para encontrarlo es el que conduce al “corazón”. Tenemos que abrir los ojos, pero no los del cuerpo. Si los ojos de nuestro corazón están bien abiertos, lo descubriremos presente en todos y en todo. A Dios no podemos encontrarlo en un lugar. En cualquier lugar, en cualquier momento lo puedes encontrar.
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Hay que olvidar lo que sabemos
Para comprender el relato de los discípulos de Emaús hay que olvidar todo lo leído en los días pasados, desde la Vigilia del Sábado Santo, a propósito de las apariciones de Jesús. Porque Lucas ofrece una versión peculiar de los acontecimientos. Al final de su evangelio cuenta sólo tres apariciones: 1) A todas las mujeres, no a dos ni tres, se aparecen dos ángeles cuando van al sepulcro a ungir el cuerpo de Jesús. 2) A dos discípulos que marchan a Emaús se les aparece Jesús, pero con tal aspecto que no pueden reconocerlo, y desaparece cuando van a comer. 3) A todos los discípulos, no sólo a los Once, se aparece Jesús en carne y hueso y come ante ellos pan y pescado. Dos cosas llaman la atención comparadas con los otros evangelios: 1) las apariciones son para todas y para todos, no para un grupo selecto de mujeres ni para sólo los once. 2) La progresión creciente: ángeles – Jesús irreconocible – Jesús en carne y hueso. Jesús, Moisés, los profetas y los salmos Hay un detalle común a los tres relatos de Lucas: las catequesis. Los ángeles hablan a las mujeres, Jesús habla a los de Emaús, y más tarde a todos los demás. En los tres casos el argumento es el mismo: el Mesías tenía que padecer y morir para entrar en su gloria. El mensaje más escandaloso y difícil de aceptar requiere que se trate con insistencia. ¿Pero cómo se demuestra que el Mesías tenía que padecer y morir? Los ángeles aducen que Jesús ya lo había anunciado. Jesús, a los de Emaús, se basa en lo dicho por Moisés y los profetas. Y el mismo Jesús, a todos los discípulos, les abre la mente para comprender lo que de él han dicho Moisés, los profetas y los salmos. La palabra de Jesús y todo el Antiguo Testamento quedan al servicio del gran mensaje de la muerte y resurrección. La trampa política que tiende Lucas Para comprender a los discípulos de Emaús hay que recordar el comienzo del evangelio de Lucas, donde distintos personajes formulan las más grandes esperanzas políticas y sociales depositadas en la persona de Jesús. Comienza Gabriel, que repite cinco veces a María que su hijo será rey de Israel. Sigue la misma María, alabando a Dios porque ha depuesto del trono a los poderosos y ensalzado a los humildes, porque a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Los ángeles vuelven a hablar a los pastores del nacimiento del Mesías. Zacarías, el padre de Juan Bautista, también alaba a Dios porque ha suscitado en la casa de David un personaje que librará al pueblo de Israel de la opresión de los enemigos. Finalmente, Ana, la beata revolucionaria de ochenta y cuatro años, habla del niño Jesús a todos los que esperan la liberación de Jerusalén. Parece como si Lucas alentase este tipo de esperanza político-social-económica. Del desencanto al entusiasmo El tema lo recoge en el capítulo final de su evangelio, encarnándolo en los dos de Emaús, que también esperaban que Jesús fuera el libertador de Israel. No son galileos, no forman parte del grupo inicial, pero han alentado las mismas ilusiones que ellos con respecto a Jesús. Están convencidos de que el poder de sus obras y de su palabra va a ponerlos al servicio de la gran causa religiosa y política: la liberación de Israel. Sin embargo, lo único que consiguió fue su propia condena a muerte. Ahora sólo quedan unas mujeres lunáticas y un grupo se seguidores indecisos y miedosos, que ni siquiera se atreven a salir a la calle o volver a Galilea. A ellos no los domina la indecisión ni el miedo, sino el desencanto. Cortan su relación con los discípulos, se van de Jerusalén. En este momento tan inadecuado es cuando les sale al encuentro Jesús y les tiene una catequesis que los transforma por completo. Lo curioso es que Jesús no se les revela como el resucitado, ni les dirige palabras de consuelo. Se limita a darles una clase de exégesis, a recorrer la Ley y los Profetas, espigando, explicando y comentando los textos adecuados. Pero no es una clase aburrida. Más tarde comentarán que, al escucharlo, les ardía el corazón. El misterioso encuentro termina con un misterio más. Un gesto tan habitual como partir el pan les abre los ojos para reconocer a Jesús. Y en ese mismo momento desaparece. Pero su corazón y su vida han cambiado. Los relatos de apariciones, tanto en Lucas como en los otros evangelios, pretenden confirmar en la fe de la resurrección de Jesús. Los argumentos que se usan son muy distintos. Lo típico de este relato es que a la certeza se llega por los dos elementos que terminarán siendo esenciales en las reuniones litúrgicas: la palabra y la eucaristía. Del entusiasmo al aburrimiento Por desgracia, la inmensa mayoría de los católicos ha decidido escapar a Emaús y casi ninguno ha vuelto. «La misa no me dice nada». Es el argumento que utilizan muchos, jóvenes y no tan jóvenes, para justificar su ausencia de la celebración eucarística. «De las lecturas no me entero, la homilía es un rollo, y no puedo comulgar porque no me he confesado». En gran parte, quien piensa y dice esto, lleva razón. Y es una pena. Porque lo que podríamos calificar de primera misa, con sus dos partes principales (lectura de la palabra y comunión) fue una experiencia que entusiasmó y reavivó la fe de sus dos únicos participantes: los discípulos de Emaús. Pero hay una grande diferencia: a ellos se les apareció Jesús. La palabra y el rito, sin el contacto personal con el Señor, nunca servirán para suscitar el entusiasmo y hacer que arda el corazón. El texto de los discípulos de Emaus, existente únicamente en Lucas, es una obra de ingeniería y una pieza clave en la urdimbre de este evangelio. La densidad de cada elemento hace fascinante la lectura que, tras dos mil años no se agota, hasta el punto que su interpretación no se puede dar por concluida. Desde la realidad eclesial en que estamos insertos quisiera centrarme en un único elemento que llama poderosamente la atención: los discípulos de Emaus, a diferencia de otros, no se molestaron en ir a comprobar al sepulcro lo que las mujeres estaban diciendo.
¿Quiénes eran estos discípulos? es una buena pregunta, pues muchos estudiosos piensan que se trataba de un matrimonio. De hecho, en Jn 19,25 se habla de una María de Cleofás. Ahora bien, si su identificación resulta compleja, hay mayor consenso a la hora de reconocer que la indeterminación es querida por Lucas, probablemente para que el auditorio, y nosotros también lectores, nos veamos reflejados en ellos. Cuando uno escucha el relato que, los discípulos mismos narran en primera persona, le entran ganas de intervenir en el texto y, detener por unos momentos la conversación para, preguntarles: "pero ¿por qué no fuisteis a comprobarlo?". De hecho, ellos se esperan los tres días de rigor, suponemos que recordando los anuncios que había hecho Jesús sobre su muerte y resurrección. Y, luego, cuentan que algunas mujeres les han sobresaltado con la noticia de que no estaba en el sepulcro, a lo que otros discípulos corren para verificarlo y regresan diciendo lo mismo. Lo sorprendente es que, tras estos hechos, ellos deciden emprender camino pero no hacia el sepulcro para cerciorarse sino en sentido contrario. La falta de "experiencia" del resucitado convive con lo que saben y con que son capaces de resumir perfectamente. De hecho, se admiran de que este desconocido que les aborda por el camino sea el único que no se "haya enterado de la película" y se lo cuentan en un sintético y perfecto credo de fe que condensa vida, muerte y resurrección. Parecerían estos de Emaus un par de "enteradillos" capaces de verbalizar a la perfección lo sucedido pero sin mojarse. Creo que esta última consideración no les hace justicia, pues ellos ponen toda su carne en el asador al expresar su decepción: nosotros esperábamos... En cierto modo, la imagen de estos dos discípulos caminando desilusionados y hacia otro lado no es un mal icono para expresar cierta desesperanza de una iglesia que, a veces, camina aturdida por el desenlace rápido de los acontecimientos y el vertiginoso ritmo de nuestro mundo. Una iglesia un poco confundida sobre qué dirección tomar, a veces incluso la contraria a la del sepulcro, aunque como los de Emaús sea perfectamente conocedora del kerigma. Es como si el "ha resucitado" no cruzara la esfera de lo verbal y tuviera la suficiente garra de hacerles traspasar la experiencia del sepulcro vacío. Sin embargo, para Dios hay otros muchos caminos. El resucitado mismo se les hace el encontradizo y se muestra en buena forma y con buenos reflejos para deshacer sus miedos y reilusionarlos. Él está vivo y la incipiente iglesia vive de una experiencia del resucitado comunitaria, a la vez que personal y significativa, que se abre espacio entre la incredulidad y el miedo de los que siempre han estado allí, pero también de los que se han marchado descorazonados y vuelven convencidos porque alguien, a la par que los ojos, les "ha abierto las Escrituras" y les ha "hecho arder su corazón". Estos regresan para que también otros ojos se abran a la fantasía de un Dios que caldea nuestra fe en la fraternidad forjada alrededor de un pan roto y compartido. Ojalá los cuerpos rotos y marginados sembrados por los caminos de nuestra historia abran nuestros sentidos, nos quemen por dentro y movilicen la creatividad de una iglesia samaritana que, como su Dios, se queda cuando llega la noche. En este momento se están formando, en el alto océano de las tendencias históricas, diversos tsunamis que sacudirán fuertemente las playas de lecturas bíblicas en un futuro no definido todavía.
Constituyen, desde ya, una amenaza a la tradicional lectura de la Biblia, tal como se practica en incontables Comunidades cristianas de todo el mundo. Son agitaciones de diversos tipos, como aquellas provenientes de exacerbaciones de un tipo de lectura bíblica largamente practicado por las Iglesias históricas: una lectura fundamentalista. …………………… Hay agitaciones provenientes de los Estudios bíblicos-científicos, siendo éstas las que intento comentar acá. Sea como sea, a corto o mediano plazo, la cuestión de la lectura bíblica en consonancia con los tiempos que vivimos tiene que figurar en la Agenda de las Iglesias preocupadas por el modo en que sus fieles leen la Biblia. Acá me propongo presentar dos “ondas” del “tsunami científico”, una referida a los Campos de lectura del Antiguo Testamento y otra que alcanza las playas del Nuevo Testamento. Ambas están formadas por la conjunción de dos Ciencias que tuvieron intensa evolución en los últimos cincuenta años (del Concilio Vaticano II en adelante): la nueva Arqueología bíblica y la Ciencia lingüística (ver de Oliveira, Reviravolta linguística, Loyola, São Paulo, 1996), que está reformulando nuestros conocimientos sobre Jesús de Nazaret, por ejemplo. Veamos esos dos puntos. El Antiguo Testamento: ¿Israel es realmente el Pueblo Elegido de Dios? Hasta hace unos cincuenta años atrás, las excavaciones realizadas en lugares mencionados en la Biblia servían básicamente para probar que “La Biblia tenía razón” (como reza el título del famoso libro de Werner Keller, 1956). Esas excavaciones acostumbraban ser financiadas por Instituciones religiosas o por el Estado de Israel. Pero en los últimos años, la Arqueología bíblica fue ganando autonomía: la llamada “Nueva Arqueología”, que encuentra una de sus expresiones más conocidas en el libro “La Biblia no tenía razón”, del arqueólogo judío Israel Finkelstein (Editora Girafa de São Paulo, 2003). El título original del libro es: “La Biblia desenterrada”. La tierra, exhaustivamente escavada (algunas veces en más de diez estratos, como en el caso de los sitios arqueológicos en Jericó, por ejemplo), nos enseña una historia de los Pueblos bíblicos. Su autoridad supera la de los textos bíblicos porque no queda sujeta a imaginaciones. Se agranda la capacidad siempre mayor de entender lenguas antiguas desaparecidas desde hace mucho tiempo. Cuando se encuentran “ostracos” (pedazos quebrados de antiguos vasos o jarros) con palabras grabadas, la agitación en todos los campos de la excavación es general. Esos pequeños pedazos de barro adquieren una autoridad impresionante. Esa nueva autoridad “arqueológica” es un tsunami, porque en muchos casos contradice lo que se lee en la Biblia y eso hizo que Finkelstein llegase a declarar: “la Biblia es un magnífico producto de la imaginación humana”. Nada tiene que ver con la historia real. Doy dos ejemplos. 1º La Biblia cuenta, en el Libro del Éxodo, que, en una fecha indeterminada entre los Siglos V y XII a.C., un contingente enorme de hebreos huyendo de la esclavitud en Egipto (aprox. 600.000 personas) habría cruzado el desierto del Sinaí durante cuarenta años, para finalmente alcanzar la Tierra que les había sido prometida por Yhwh, la tierra de Canaán. Los cananitas, sus antiguos habitantes, habrían sido exterminados o sojuzgados, la Ciudad de Jericó conquistada, así también los poblados mencionados en la Biblia como Berseba y Edom. Ahora bien, entre los documentos (escritos o grabados en piedra) de Egipto, no se encuentra ninguna referencia a alguna transmigración poblacional de esa amplitud. Y vale pensar que las Crónicas del antiguo Egipto son renombradas por la cobertura exhaustiva de su historia ¿Cómo no se encontró en el desierto de Sinaí ninguna huella del pasaje de una multitud tan grande (restos de Campamentos, etc.)? Y ¿cómo entender que las tierras excavadas en Jericó, Beseba y Edom (jarros, vasos, “ostracos”, estatuelas, objetos de uso doméstico y agrario) solo muestran señales de épocas posteriores a las señaladas en los textos bíblicos? Lo que acabo de escribir es particularmente importante en relación a los relatos bíblicos acerca de los reinados de David y Salomón, que habitualmente se los fecha alrededor del año 1000. Ahora bien; los primeros testimonios arqueológicos de una gran Monarquía se refieren a los años 900 a 800, es decir, por lo menos cien años después. En tiempos de David, Jerusalén era una pequeña aldea sin importancia y su modesto Santuario era igual a muchos otros de su época. Su grandeza viene mucho después, durante la dinastía de los Anri y particularmente en tiempos de Ezequías (727-697). No se trata acá de dudar de la existencia de David y Salomón, sino de averiguar sus reales jurisdicciones. Ahora bien, puestos a creer en los resultados de las excavaciones, ellas fueron probablemente muy restringidas. En vez de un gran Reino unido (el Israel de los textos), había dos Reinos, uno en el Norte (llamado Israel) y otro en el Sur (llamado Judá). La exaltación de un Israel unido y poderoso, con su Templo en Jerusalén, en el reinado de David, es una construcción al mismo tiempo teológica (Ihwh reina) y política (David reina), una construcción literaria dirigida contra el poder extranjero, especialmente el poder de Asiria. A medida que la Saga de David se fue expandiendo, muchos vinieron a habitar Jerusalén para vivir cerca del gran Santuario, pero tuvieron que pagar un muy alto precio: aceptar la dinastía davídica autoritaria y la soberanía sacerdotal del Templo de Jerusalén. Sería posible multiplicar los ejemplos. Basta decir que, con la nueva Arqueología, se cae el Mito del “Pueblo elegido”, de un “Pueblo de Dios” diferente de los demás, guiados por Ihwh. Se cae el Mito de Abraham y de los Patriarcas, y la historia de la Conquista de Canaán por los israelitas. Aparece un pueblo hebreo común, cuya historia es igual a la de los demás pueblos de la Región y de la época. 2º Los israelitas no vinieron de afuera, siempre vivieron en Palestina, no son un pueblo migrante, liderado por Ihwh. Como los demás pueblos, su historia está hecha de terreno cotidiano, de lucha por sobrevivir. Con esto estamos fuera del “Gran Relato”, que se inicia con la historia de Adán y Eva y se termina con la “consumación de los siglos”, afuera del universo de las “grandes verdades. Así se expresa un estudioso nada sospechoso, el jesuita francés Joseph Moingt: “muy recientes obras ponen en cuestión el conjunto de la historiografía bíblica y autores muy serios hablan abiertamente de una invención de la Biblia, incluso del pueblo judío” (Moingt, J., Croire quand même, Temps Présent, Paris, 2011. Veja também, do mesmo escritor: Faire bouger l’Église catholique, Desclée de Brouwer, Paris, 2012 – Fazer a Igreja católica se mexer – NdR). ……………………… El Nuevo Testamento: ¿Jesús de Nazaret es realmente el Ungido de Dios? Yo mismo trabajé en detalle unos análisis de la figura de Jesús en mi libro ‘Em busca de Jesus de Nazaré: uma análise literária’, publicado por la Editora Paulus de San Pablo en 2016. Aquí apenas señalo el contraste entre el Jesús que nos ha sido presentado tradicionalmente y el Jesús que nos viene “como un tsunami” a derrumbar verdades largamente aceptadas. Recurro al Artículo ‘Un nuevo paradigma em arqueologia?’, con autoría de José Maria Vigil (Revista Alternativas, Managua, 22, n. 49, enero-junio 2016, 61-90). El Jesús tradicional es “Dios mismo en persona, que, en la plenitud de los tiempos, se encarnó en el pueblo elegido por Dios desde Abraham, para llevar a plenitud la revelación realizada en la Primera Alianza entre Dios y su Pueblo. A lo largo de su vida pública, ese Mesías, Ungido por Dios, predicó el evangelio de salvación y fundó personalmente la Iglesia, estableciéndola sobre Pedro y los Apóstoles. Ejecutado por los romanos, resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras, como estaba predicho, y después subió al Cielo, de donde envió al Espíritu Santo en Pentecostés, que cuida la verdad y el crecimiento de la Iglesia, que goza la promesa de que las Puertas del Infierno no prevalecerán sobre ella, hasta el final de los tiempos” (art. cit. 74) ¡Qué contraste con lo que un análisis literario de los Evangelios nos informa acerca de Jesús! Podemos hacer una nueva imagen de Jesús con las siguientes palabras: “Jesús no se proclamó a sí mismo como Mesías (Cristo) y hasta rechazaba que lo llamasen como tal. Nunca pensó ser Dios, igual al Padre del Cielo, de la manera en que el Evangelio tardío de Juan (alrededor del año 100) lo presenta. “Jesús no predicó a sí mismo, sino que habló del Reino de Dios y del empoderamiento concedido por Dios a los menos afortunados, a los empobrecidos, a los impuros, a los que eran social y religiosamente marginados. Convocó a una conversión radical en el sentido de una vida de justicia y misericordia” (art. cit. 69) Este tsunami científico ¿es malo o es bueno? El impacto del tsunami científico sobre la lectura de la Biblia solo puede ser valorizado correctamente cuando se toma en cuenta el tsunami fundamentalista. Es contra ese último tsunami que las Iglesias tienen que levantar urgentemente un dique seguro, pues amenaza inundar completamente los campos cristianos. En contraste, el tsunami científico puede ser beneficioso y saludable. Claro que la lectura de la Biblia es de difícil asimilación puesto que da la impresión de derrumbar santuarios donde nos sentíamos tan bien (siguiendo el ejemplo de nuestros padres) y de pasar por encima de las ideas que nos fueron transmitidas con tanto cariño. Cuando la Ciencia nos dice que la Biblia “no tiene razón”, tenemos que recordar que aquí no se trata de “tener razón”, sino de “tener alma, tener espíritu”. Una buena reacción ante el tsunami científico me parece ser la formulada por Joseph Moingt cuando escribe “creer a pesar de todo” (‘croire quand même’). Es verdad: la Biblia es una construcción imaginaria, la más grande y la más antigua de todas las construcciones imaginarias de la cultura occidental. Atravesó siglos y todavía perdura, no a causa de su valor histórico, sino por los valores éticos que expresa: – el amor al prójimo – el perdón – el acogimiento – la fraternidad – la misericordia – la fe – la esperanza – el universalismo – la sensibilidad por los marginados y sufrientes. Hay, ciertamente, pasajes en la Biblia que contradicen esas posturas. Porque la Biblia no es la palabra de Dios, sino la palabra humana acerca de Dios (Schillebeeckx). Ella participa de la incongruencia y provisionalidad inherentes a toda palabra humana. Pero no se puede dejar de admirar la fe consistente que atraviesa la lectura bíblica. Hay quien sitúa la redacción de la Biblia en una época (el Siglo VII aC) en que todo el mundo parecía sacudido por impulsos humanitarios, agitados por un fermento espiritual poderoso. Es impresionante verificar que figuras como Confucio en China (550-480 aC), Buda en India (560-480), Zaratustra en Irán (final del Siglo VIII), los Filósofos jonios en Grecia y los grandes Profetas hebreos (Ezequiel, Isaías, Jeremías) surgen aproximadamente en la misma época. Hay quien habla acá de “época axial” y sugiere que nosotros estamos pasando por una nueva “época axial”, en la que todas las verdades recibidas son cuestionadas y aparecen nuevos impulsos (véase Zygmunt Bauman con su idea de “liquidez”). No podemos sino quedar impresionadas(os) por la creatividad espiritual del pueblo hebreo, que consiguió expresar a través de narraciones originales asuntos y desafíos que aun hoy nos tocan y darles un cuño ético inconfundible, diferente de la literatura dinástica, guerrera y violenta, endémica en tantas otras culturas. Ninguna literatura habla de los pobres como habla la Biblia. Eso, por sí solo, ya basta para “creer a pesar de todo”. Tenemos que agradecer a los investigadores y a los pensadores que nos vayan pasando los resultados de sus trabajos. El artículo de Xabier Picaza sobre “las obras de misericordia” me ha resultado sumamente interesante. Hemos reflexionado sobre él en la reunión del mes de Marzo del Foro Gaspar García Laviana. Es verdad que uno ya sabía que no había que confundir lo que es exigencia de la justicia con lo que es de caridad y también que, aunque se llegasen a paliar algunas necesidades desde esta instancia, ello no nos exoneraba de luchar por un mundo más justo donde los seres humanos no se viesen obligados a “vivir de la caridad”, recibiendo por esos cauces lo que se les debiera dar en justicia.
Sin embargo creo que es sumamente importante el llamamiento a no confundir al personal llamando “obras de misericordia” lo que en realidad son “obras de justicia”, al menos visto el asunto desde la perspectiva del evangelio. El camino que nos señala el evangelio de Mateo 25, 31-46 para entrar en el Reino no son “obras de misericordia”, sino más bien “obras de justicia”. A aquellos que dan de comer al hambriento, de beber al sediento, a los que acogen a los extranjeros, visten al desnudo, visitan-cuidan a los enfermos y a los cautivos, “Dios” los llama “justos”. Ello será debido a que han hecho lo que es “de justicia”. La verdad es que es muy distinto valorar tales obras como “de misericordia” a valorarlas como “de justicia”. La misericordia parece que está más bien en el nivel de lo personal y que ser misericordioso, o serlo más o menos, es algo voluntario en uno. Por consiguiente, al ser una exigencia que incumbe a las personas se descarta que sea obligación de los Estados. Son obras de misericordia: es cosa de la gente, o de Cáritas, o de tal o cual ONG. La cosa cambia si esas obras las consideramos de justicia. Si ello es así, el principal responsable de satisfacer esas necesidades fundamentales es el Estado y a él hay que exigírselo. Si no lo hiciere, subsidiariamente, todos estaríamos obligados a ello, pero sin dejar de denunciar la dejadez de quien es responsable de que todos los ciudadanos tengan qué comer, qué vestir, dónde vivir… etc. Por otra parte, si son obras de justicia los beneficiarios tienen derecho a esos servicios que son todos de primera necesidad y si no se satisfacen no podemos decir que estamos en un Estado de Derecho, sino al contrario sería un Estado injusto porque no se satisfacen derechos importantes de mucha gente. Esta es la calificación que hay que aplicar a nuestro Estado: no estamos en un Estado de Derecho, pues en él hay gente que, por las causas que sean, no puede satisfacer sus necesidades vitales, tal como parados, extranjeros, algunos enfermos, huérfanos, incapacitados en determinadas funciones, viudas, jubilados… Para justificarse se suele decir que “no hay dinero para todo”. Y es verdad, pero hay que responderles a los que argumentan de esa manera que lo que hay que hacer es una escala de necesidades, pues no todas son iguales. Entre las primeras a satisfacer habrán de estar precisamente las relacionadas con la vida, como son “las obras de justicia” de las que habla el texto de Mateo: la comida, el agua, la vivienda, la salud. Lo que no es de recibo es que se dé prioridad a otras mil cosas que ni de lejos son de justicia. Se subvencionan actividades relacionadas con el deporte, el arte, la diversión… El dinero público debe atender antes las necesidades vitales de los ciudadanos y otras que, aunque no lo sean, se han de priorizar a otros muchos gastos del Estado, de las Autonomías y de los Ayuntamientos. Cualquiera puede informarse del problema del hambre en el mundo, del problema del agua. ¡Cuánta gente vive en unas condiciones de vivienda denigrantes! Mirando a la situación mundial, estos problemas se agrandan y se agravan, pero existen en todos los países, aún en los más desarrollados. Es evidente que, en cuanto al reparto de los recursos, la economía está organizada injustamente, pues se está marginando, no ocasionalmente sino ininterrumpidamente, a un grupo muy importante de gente que no es atendida. Quizás las instituciones encargadas de los servicios públicos hayan de tener más ingresos, pero también es verdad que el dinero que tienen lo han de gastar de manera muy distinta. En muchas partes del Estado hay ejemplos escandalosos de gastos públicos millonarios que no han servido para nada o que se hacen para atender necesidades secundarias de los que mejor viven. Hasta ahora esta reflexión ha tenido por objeto hablar de quién es responsable de dar respuesta inmediata a las necesidades vitales, pero hay que analizar más profundamente estas situaciones y ver sus causas para poder llegar a dar soluciones radicales. Habrá que hablar del paro, de los salarios y pensiones de miseria… Habrá que mencionar la férrea dictadura del neocapitalismo ante cuya fuerza nos sentimos anonadados y la desunión de quienes por principio tendrían que combatirle. También habría que poner entre las causas de que las cosas no cambien nunca “el aburguesamiento”, como decíamos antes, de quienes se han situado en los niveles medios de la sociedad. También es una causa de que nuestra sociedad sea tal como es el hecho de que la clase dominante ha logrado poner a su servicio todas las fuerzas del Estado: las leyes, las distintas fuerzas públicas, los tribunales de justicia. Se obliga a cumplir sólo las leyes que interesa. Y no a todos. Últimamente muchos han visto lo que ya era una realidad antes: la ley no es igual para todos. Lo percibimos bien los que entramos en las cárceles. En octubre de 2014 el Presidente del Tribunal Supremo y del consejo general del Poder Judicial, Carlos Lesmes reconocía que la actual Ley de enjuiciamiento Criminal estaba “pensada para el roba gallinas”, no para el gran defraudador”. Después de ver y analizar el panorama de las necesidades vitales, tendremos que pensar qué hacer. Dado que las cosas no son así accidentalmente, sino que se suceden ininterrumpidamente y casi podríamos decir que necesariamente, pues parecen ineludibles para muchos, tendremos que declararnos anti-este-sistema que engendra situaciones inhumanas tan generalizadas. Que a algunos nos vaya mejor no es razón para darlo como válido y apoyar esta organización social donde hay tanta desigualdad, con el agravante de que cada vez el desequilibrio es mayor. Estos Estados, como el nuestro y otros, que son habitualmente injustos. No vivimos en un Estado de Derecho. En ellos hay un grupo mayoritario de privilegiados, protegidos por las leyes existentes, pero hay otro grupo, también grande pero más pequeño, abandonado a su suerte, desprotegido. Este desorden establecido se mantiene gracias a las fuerzas del Estado: el poder ejecutivo, legislativo y judicial (ejército, fuerzas de seguridad, leyes, tribunales, cárceles…), pero también gracias a que cerramos los ojos para no ver la realidad de los sufrientes, cerramos nuestra razón para no pensar sobre ella y no saber qué es lo de verdad está pasando. También sucede lo contrario: que lo vemos, pero hacemos poco o nada para que las cosas cambien. A nosotros nos va bien o relativamente aceptable y no nos importan, al menos suficientemente, aquellos a los que les va mal o muy mal en la vida. No somos solidarios y por eso no podemos estar satisfechos con nuestro comportamiento. Y, por último, hay que decir, muy alto y muy claro, que son muy pocos los cristianos que entienden que el compromiso político es también una expresión de la solidaridad con los empobrecidos para cambiar de raíz su suerte. ¿Padeció bajo el poder de Poncio Pilato? De la existencia de Jesús de Nazareth no duda ningún historiador serio. Para el historiador especializado en culturas antiguas Michael Grant, ya fallecido, hay más evidencia de que existió Jesús que la que tenemos de famosos personajes históricos paganos. También James H. Charlesworth escribió: «Jesús sí existió y sabemos más de él que de cualquier palestino judío antes del 70 d.C.». E. P. Sanders en «La figura histórica de Jesús» afirma: «Sabemos mucho sobre Jesús, bastante más que sobre Juan el Bautista, Teudas, Judas el Galileo y otra de las figuras cuyos nombre tenemos de aproximadamente la misma fecha y el mismo lugar». y F.F. Bruce, autor de «¿Son fidedignos los documentos del Nuevo Testamento?», sostiene que «para un historiador imparcial, la historicidad de Cristo es tan axiomática como la historicidad de Julio César».
«La muerte en cruz es el hecho histórico mejor atestiguado de la biografía de Jesús», señala a ABC Santiago Guijarro, catedrático de Nuevo Testamento de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca. Jesús no fue considerado como significativo por los historiadores de su tiempo. Si aparece en la literatura pagana y judía de la época fue por el empuje de los cristianos que le siguieron. «Ninguno de los historiadores no cristianos se propuso escribir una historia de los comienzos del cristianismo, y por esta razón sólo mencionan los acontecimientos que tenían alguna relevancia para la historia que estaban contando. Sin embargo, el valor de estos datos puntuales es muy grande», explica Guijarro en «El relato pre-marcano de la Pasión y la historia del cristianismo». El historiador norteamericano John P. Meier relata en «Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico» cómo «cuando en conversaciones con gente de la prensa y el libro (...) ésta fue casi invariablemente la primera pregunta: Pero ¿puede usted probar que existió? Si me es posible reformular una interrogación tan amplia en una más concreta como «¿Hay pruebas extrabíblicas en el siglo I d.C. de la existencia de Jesús? Entonces creo que, gracias a Josefo (Flavio Josefo), la respuesta es sí». Flavio Josefo (93 d.C.) El historiador judío romanizado (37 a 110 d.C.) recoge en el texto conocido como «Testimonium flavianum» de su libro «Antigüedades judías (91-94)» una referencia a Jesús que si bien se cree que fue retocada con las frases abajo entre paréntesis, se considera auténtico: «En aquel tiempo apareció Jesús, un hombre sabio, (si es lícito llamarlo hombre); porque fue autor de hechos asombrosos, maestro de gente que recibe con gusto la verdad. Y atrajo a muchos judíos y a muchos de origen griego. (Él era el Mesías) Y cuando Pilato, a causa de una acusación hecha por los principales de entre nosotros lo condenó a la cruz, los que antes le habían amado, no dejaron de hacerlo. (Porque él se les apareció al tercer día de nuevo vivo: los profestas habían anunciado éste y mil otros hechos maravillosos acerca de él) Y hasta este mismo día la tribu de los cristianos, llamados así a causa de él, no ha desaparecido». En Ant. 20.9.1. también hace referencia a «Jesús, que es llamado Mesías» al dar cuenta de la condena a Santiago a ser apedreado. Tácito (116 d.C.) El historiador romano (56 a 118 d.C) menciona a «Cristo» en sus «Anales» escritos hacia el año 116 d.C. al hablar sobre Nerón y el incendio de Roma en el año 64. Informa de la sospecha que existía de que el propio emperador había ordenado el fuego y recoge cómo «para acallar el rumor, Nerón creó chivos expiatorios y sometió a las torturas más refinadas a aquellos a los que el vulgo llamaba “crestianos”, [un grupo] odiado por sus abominables crímenes. Su nombre proviene de Cristo, quien bajo el reinado de Tiberio, fue ejecutado por el procurador Poncio Pilato. Sofocada momentáneamente, la nociva superstición se extendió de nuevo, no sólo en Judea, la tierra que originó este mal, sino también en la ciudad de Roma, donde convergen y se cultivan fervientemente prácticas horrendas y vergonzosas de todas clases y de todas partes del mundo». Los historiadores consideran a Flavio Josefo y Tácito como los testimonios primitivos independientes relativos al mismo Jesús más consistentes, aunque también hay otras fuentes que recogen datos sobre los primeros cristianos: Plinio, el joven (112 d.C.) Procónsul en Bitinia del 111 al 113 y sobrino de Plinio el Viejo. Se conservan 10 libros de cartas que escribió. En la carta 96 del libro 10 escribe al emperador Trajano para preguntarle qué debía hacer con los cristianos, a los que condenaba si eran denunciados. En ella cita tres veces a Cristo y señala que los cristianos decían que toda su culpa consistía en reunirse un día antes del alba y cantar un himno a Cristo «como a un dios»: «Decidí dejar marcharse a los que negasen haber sido cristianos, cuando repitieron conmigo una fórmula invocando a los dioses e hicieron la ofrenda de vino e incienso a tu imagen, que a este efecto y por orden mía había sido traída al tribunal junto con las imágenes de los dioses, y cuando renegaron de Cristo (Christo male dicere). Otras gentes cuyos nombres me fueron comunicados por delatores dijeron primero que eran cristianos y luego lo negaron. Dijeron que habían dejado de ser cristianos dos o tres años antes, y algunos más de veinte. Todos ellos adoraron tu imagen y las imágenes de los dioses lo mismo que los otros y renegaron de Cristo. Mantenían que la sustancia de su culpa consistía sólo en lo siguiente: haberse reunido regularmente antes de la aurora en un día determinado y haber cantado antifonalmente un himno a Cristo como a un dios. Carmenque Christo quasi deo dicere secum invicem. Hacían voto también no de crímenes, sino de guardarse del robo, la violencia y el adulterio, de no romper ninguna promesa, y de no retener un depósito cuando se lo reclamen». Trajano contestó a Plinio diciéndole que no buscara a los cristianos, pero que, cuando se les acusara, debían ser castigados a menos que se retractaran. Suetonio (120 d.C.) El historiador romano (70-140 d.C.) hace una referencia en su libro «Sobre la vida de los Césares» donde narra las vidas de los doce primeros emperadores romanos. En el libro V se refiere a un tal «Chrestus» al mencionar la expulsión de los judíos de Roma ordenada por el emperador Claudio: «Expulsó de Roma a los judíos que andaban siempre organizando tumultos por instigación de un tal Chrestus». La mayoría de los historiadores coinciden en que Chrestus es Cristo porque era frecuente que los paganos confundieran Christus y Chrestus y no existe ningún testimonio sobre ningún Chrestus agitador desconocido. En los Hechos de los Apóstoles se recoge este acontecimiento: «[Áquila y Priscila] acababan de llegar [a Corinto] desde Italia por haber decretado Claudio que todos los judíos saliesen de Roma». Luciano (165 d.C.) El escritor griego Luciano de Samosata satiriza a los cristianos en su obra «La muerte de Peregrino»: «Consideraron a Peregrino un dios, un legislador y le escogieron como patrón…, sólo inferior al hombre de Palestina que fue crucificado por haber introducido esta nueva religión en la vida de los hombres (...) Su primer legislador les convenció de que eran inmortales y que serían todos hermanos si negaban los dioses griegos y daban culto a aquel sofista crucificado, viviendo según sus leyes». Mara Bar Sarapión (Finales del siglo I) Existe una carta de Mara Ben Sarapión en sirio a su hijo en la que se refiere así a Jesús, aunque no lo menciona por su nombre: «¿Qué provecho obtuvieron los atenienses al dar muerte a Sócrates, delito que hubieron de pagar con carestías y pestes? ¿O los habitantes de Samos al quemar a Pitágoras, si su país quedó pronto anegado en arena? ¿O los hebreos al ejecutar a su sabio rey, si al poco se vieron despojados de su reino? Un dios de justicia vengó a aquellos tres sabios. Los atenienses murieron de hambre; a los de Samos se los tragó el mar; los hebreos fueron muertos o expulsados de su tierra para vivir dispersos por doquier. Sócrates no murió gracias a Platón; tampoco Pitágoras a causa de la estatua de Era; ni el rey sabio gracias a las nuevas leyes por él promulgadas». Celso (175 d.C.) En «Doctrina verdadera» ataca a los cristianos. Aunque no se conserva su libro, sí muchas de sus citas por la refutación que escribió Orígenes unos 70 años después. «Colgado» en el Talmud El gran erudito judío Joseph Klausner ya escribió a principios del s.XX que las poquísimas referencias del Talmud a Jesús son de escaso valor histórico. En el tratado Sanhedrin 43a se menciona a «Yeshú»: «Antes pregonó un heraldo. Por tanto, sólo (inmediatamente) antes, pero no más tiempo atrás. En efecto contra esto se enseña: ´En la víspera de la pascua se colgó a Jesús´. Cuarenta días antes había pregonado el heraldo: ´Será apedreado, porque ha practicado la hechicería y ha seducido a Israel, haciéndole apostatar. El que tenga que decir algo en su defensa, venga y dígalo´. Pero como no se alegó nada en su defensa, se le colgó en la víspera de la fiesta de la pascua». «Muy probablemente el texto talmúdico se limita a reaccionar contra la tradición evangélica», considera John P. Meier en «Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico» ¿Quién no ha sentido, en algún momento de su vida, la experiencia de morir? ¿Quién no ha sufrido el dolor físico, casi somático, de una separación indeseada, de una palabra mal dicha, de un proyecto que se trunca, de un no sentirse comprendido o aceptado?
Cada uno de nosotros lleva grabadas infinitas pequeñas muertes en su geografía íntima. A veces tan pequeñas que no dejan cicatriz visible, pero aun así muy grandes. Lo suficiente como para que nos permitan reconocer esas mismas señales de dolor en otros cuerpos y rostros: las bolsas bajo los ojos de la señora que coge el autobús a las seis de la mañana, el ceño fruncido del funcionario que apenas musita un buenos días, el temblor en la voz de quien recuerda aquel amor del pasado, la inseguridad de la adolescente que se compara con sus amigas, la frustración del que no tiene trabajo, o de quien se busca cada mañana en el espejo y no se encuentra. No hace falta tener grandes problemas para sentirnos morir un poco (¿cuántas veces habremos alzado al cielo de otros ojos nuestra plegaria sentida y sincera, como diciendo calladamente: “¿por qué me has abandonado?”). Sí, cada uno de nosotros es un testimonio encarnado de resistencia, de resiliencia (ahora que tanto se emplea esta palabra), de aprender a respirar hondo y reencontrar el ánimo, “el ánima”, ese soplo vital que nos mantiene vivos. Porque estamos hechos para resucitar. La nuestra es una bella historia de resurrección, un milagro de fortaleza en la fragilidad que nos impulsa una y otra vez a despertar del letargo, a ponernos en pie, afianzarnos sobre la tierra, dejar atrás nuestras fosas y encierros, y seguir caminando con la cabeza erguida y el pecho descubierto. Para volver a la vida, sí, pero no a la de ayer. Resucitar es recrearnos entrañablemente: asomarnos a aquello que nos duele y acariciarlo como quien unge el cuerpo o los pies de la persona amada. Acoger, aceptar, amar, conmovernos desde las entrañas. Y atrevernos a salir, sin pudor, expuestas las heridas en señal de victoria, más conscientes de nosotros mismos, renacidos y aún dispuestos a hacerlo todo nuevo. La anastasis es ese dinamismo interno que TODOS y TODAS experimentamos al sentirnos liberados de nuestros miedos e infiernos. De nada sirve admirar este milagro de la Pascua cristiana, este rito de paso o transición, si después no lo reconocemos en nuestra vida cotidiana. Y de poco sirve, además, esta experiencia de sanación personal si no transforma nuestro modo de contemplar a los demás y convivir con ellos. Quien ya pasó por una situación parecida comprende a quien ahora está sufriendo, sabe escuchar (porque también un día necesitó esa acogida), sabe acariciar con palabras y con gestos, domina el lenguaje de la ternura, y sabe conceder espacio, tiempo y dignidad a quienes se encuentran librando esa dura batalla. Porque un día fue también la suya; porque es la de todos. Cada uno de nosotros está llamado a ser testimonio de resurrección para quienes no alcanzan a ver (y aguardan anhelantes) el estallido del alba. En silencio, nos decimos: “Yo pasé por ese trance que tú atraviesas hoy y salí fortalecido. Sé de tu dolor y me conmueve. Y en cuanto quiera que venga a partir de ahora, no estarás solo/a. Seguimos adelante. Estoy contigo”. Ayudarnos a morir, ayudarnos a vivir: he aquí el milagro que se entreteje cuando dos o más personas se reconocen desde la com-pasión y el amor. La radicalidad de este sentir común, de esta comunión que se llena de sentido por lo sentido, nos moviliza e interpela a adoptar una nueva manera más sensible, empática y receptiva de estar en el mundo. Renacidos una y otra vez de tantas pequeñas crisis, albergamos en nosotros un espíritu de sabiduría y fortaleza que nos impulsa a ser portadores de paz, “resucitadores” de otros. Luego están esas otras muertes: las que nos arrancan de nuestro lado y para siempre a las personas que amamos y que nos aman, y dejan henchido de ausencia el espacio que antes ocupaba su figura. Hermoso y triste vacío habitado. Quien más, quien menos, sabe a qué me refiero. Hace algo más de dos años perdí a mi mejor amigo y no ha pasado un solo día en que no lo haya recordado. Como la Magdalena, también yo fui al sepulcro para visitar y honrar el último lugar en la tierra donde reposó el cuerpo de mi amigo. Sabía que no lo encontraría allí, que aquel nombre sobre esa lápida fría poco o nada podría decirme del hombre que yo había conocido. Fui, no obstante, porque más allá del vértigo que produce el abismo, somos materia en busca de un abrazo. Y, como hemos hecho tantos, lloré junto a su tumba la tristeza de no volver a verlo. Enterramos a nuestros muertos pensando que con ellos muere también una parte de nosotros mismos, una determinada manera de pronunciar nuestro nombre, retazos de una historia hecha recuerdos. Transcurre el tiempo (tres días, tres meses, tres años) y, en un determinado momento, incomprensiblemente, ciertos lugares parecen reavivar en nosotros aquella presencia tan amada. Resuenan en lo profundo sus palabras, como el eco de una musiquilla que creíamos olvidada. Comenzamos a revivir instantes y destellos de experiencias compartidas. Y descubrimos con sorpresa que los consejos y enseñanzas de las personas que amamos todavía nos acompañan, nos conforman e iluminan el camino. Así debieron sentirlo los discípulos de Jesús (mi espíritu permanece con vosotros), siendo en realidad una experiencia al alcance de todos. Y cuando esto ocurre, nace en los labios (rebosa del corazón) la sonrisa cómplice y serena de quien, al fin, comprende todo. Y sabe (porque lo ha experimentado) que el milagro de la Vida que se entrega sin medida consiste en un irse dando poco a poco, en un quedarse en los demás cada vez con mayor hondura, en un dejar los corazones sembrados con la belleza de los encuentros. También era esto, resucitar: un reavivar muy dentro esa mirada que alguien (Alguien) nos regaló un día, haciendo que ya nada volviera a ser lo mismo. Un abrirse a la certeza de un Amor partido y repartido, capaz de inaugurar otra forma de comunión y de presencia. Y un alegrarse sin medida y un agradecer el poder transformador de ese Amor. Agradecer siempre. Porque, al cabo, ¿quién no ha tenido alguna vez esta experiencia de resurrección? Es esclarecedor que en los relatos pascuales Jesús solo se aparece a los miembros de la comunidad. O como es el caso de la lectura de hoy, a la comunidad reunida. No hace falta mucha perspicacia para comprender que están elaborados cuando las comunidades estaban ya constituidas. No tiene mucho sentido pensar, como sugieren los textos, que el domingo a primera hora de la mañana o por la tarde ya había una comunidad perfectamente establecida. Los exegetas han descubierto algo muy distinto.
“Todos lo abandonaron y huyeron”. Eso fue lo más lógico, desde el punto de vista histórico y teológico. La muerte de Jesús en la cruz perseguía precisamente ese efecto demoledor para sus seguidores. Seguramente lo dieron todo por perdido y escaparon para no correr la misma suerte. La mayoría de ellos eran galileos, y se fueron a su tierra a toda prisa. Seguro que el domingo por la mañana, aún no habían dejado de correr. Hoy tenemos claro que en el origen del cristianismo, existieron dos comunidades, una en Judea (Jerusalén) y otra en Galilea. La de Jerusalén, parece ser que sustentada por sus familiares más cercanos y la de Galilea por sus discípulos que se volvieron a su tierra, decepcionados por la muerte de su maestro. Las dos siguieron trayectorias distintas y tenían muy diversas maneras de interpretar a Jesús. Más tarde surgieron otras, las de Pablo, que no procedían de ninguna de las dos y que se desarrollaron en la diáspora. Cómo se fueron estructurando esas primeras comunidades, es una incógnita. Ese proceso de maduración de los seguidores de Jesús no ha quedado reflejado en ninguna tradición. Los relatos pascuales nos hablan ya de la convicción absoluta de que Jesús está vivo. Es una falta de perspectiva exegética el creer que la fe de los discípulos se basó en las apariciones. Los evangelios nos dicen más bien, que para “ver” a Jesús después de su muerte, hay que tener fe. El sepulcro vacío, sin fe, solo lleva a la conclusión de que alguien se lo ha llevado y las apariciones, a pensar en un fantasma. Esa experiencia de que seguía vivo, y además les estaba comunicando a ellos mismos Vida, no era fácil de comunicar. Antes de hablar de resurrección, en las comunidades primitivas, se habló de exaltación y glorificación, del juez escatológico, del Jesús taumaturgo, de Jesús como Sabiduría. Estas maneras de entender a Jesús después de su muerte, fueron condensándose en la cristología pascual, que encontró en la idea de resurrección el marco más adecuado par explicar la vivencia de los seguidores de Jesús. En ninguna parte de los escritos canónicos del NT se narra el hecho de la resurrección. La resurrección no puede ser un fenómeno constatable empíricamente. La experiencia pascual sí fue un hecho histórico. Cómo llegaron los primeros cristianos a esa experiencia no lo sabemos. En los relatos se manifiesta el intento de comunicar a los demás esa vivencia, que está fuera del tiempo y el espacio. Fueron elaborando unos relatos que intentan provocar en los demás de lo que ellos estaban viviendo. Para ello no tuvieron más remedio que encuadrarlos en el tiempo y el espacio que por sí no tenía. Reunidos el primer día de la semana. Jesús comienza la nueva creación el primer día de una nueva semana. Esta práctica se hizo común muy pronto entre los cristianos. Los que seguían a Jesús, todos judíos, empezaron a reunirse después de terminar la celebración del Sábado. Al reunirse en la noche, era ya para ellos el domingo. El texto se ve que en las comunidades, estaba ya consolidado el ritmo de las reuniones litúrgicas. Se hizo presente en medio sin recorrer ningún espacio. Jesús había dicho: “Donde dos o más estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Él es para la comunicad fuente de vida, referencia y factor de unidad. La comunidad cristiana está centrada en Jesús y solamente en él. Jesús se manifiesta, se pone en medio y les saluda. No son ellos los que buscan la experiencia sino que se les impone. Los signos de su amor (las manos y el costado) evidencian que es el mismo que murió en la cruz. No hay lugar para el miedo a la muerte. La verdadera vida nadie puedo quitársela a Jesús ni se la quitará a ellos. La permanencia de las señales, indica la permanencia de su amor. La comunidad tiene la experiencia de que Jesús comunica vida. “Sopló" es el verbo usado por los LXX en Gn 2,7. Con aquel soplo se convirtió el hombre barro en ser viviente. Ahora Jesús les comunica el Espíritu que da verdadera Vida. Termina así la creación del hombre. "Del Espíritu nace espíritu" 3,6. Esto significa nacer de Dios. Se ha hecho realidad la capacidad para ser hijos de Dios. La condición de hombre-carne queda transformada en hombre-espíritu. La aclaración de que Tomás no estaba con ellos, prepara una lección para todos los cristianos. Separado de la comunidad no tiene la experiencia de Jesús vivo; está en peligro de perderse. Solo cuando se está unido a la comunidad se puede ver a Jesús. Cuando los otros le decían que habían visto al Señor, le están comunicando la experiencia de la presencia de Jesús, que les ha trasformado. Les sigue comunicando la Vida, de la que tantas veces les ha hablado. Les ha comunicado el Espíritu y les ha colmado del amor que ahora brilla en la comunidad. Jesús no es un recuerdo del pasado, sino que está vivo y activo entre los suyos. Pero los testimonios no pueden suplir la experiencia personal. A los ocho días, -es decir, en la siguiente ocasión en que la comunidad se vuelve a reunir- Jesús se hace presente en cada celebración comunitaria. El día octavo es el día primero de la creación definitiva. La creación que Jesús ha realizado durante su vida, el día sexto, y que tiene su máxima expresión en la cruz, llega a su plenitud en la Pascua. Tomás se ha reintegrado a la comunidad, allí puede experimentar la presencia de Jesús y el Amor. ¡Señor mío y Dios mío! La respuesta de Tomás es tan extrema como su incredulidad. Se negó a creer si no tocaba sus manos traspasadas. Ahora renuncia a la certeza física y va mucho más allá de lo que ve. Al llamarle “Señor y Dios” reconoce la grandeza, y al decir “mío”, reconoce el amor de Jesús y lo acepta dándole su adhesión. Dichosos los que crean sin haber visto. Todos tienen que creer sin haber visto. El Jesús le reprocha la negativa a creer el testimonio de la comunidad. Tomás quería tener un contacto con Jesús como el que tenía antes de su muerte. Eso ya no es posible. Solo el marco de la comunidad hace posible la experiencia de Jesús vivo. Meditación Sin experiencia pascual, no hay cristiano posible. si no vivimos lo que vivió Jesús no le conocemos. Es necesario un proceso de interiorización de lo aprendido sobre Jesús ......................... El difícil paso que dieron los discípulos de Jesús, del conocimiento externo y sensorial a la experiencia viva, es el paso que tengo que dar yo, del conocimiento teórico de Jesús, a la vivencia interna de que me está comunicando su misma VIDA. No habéis visto a Jesucristo y lo amáis; no lo veis, y creéis en Él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado (1Pe 1,8). Así dice el autor de la primera carta de Pedro en la segunda lectura del domingo siguiente a la Pascua. Un buen preludio del evangelio del día que ratifica estas palabras llamando “dichosos” a los que creen sin ver. Llamativo, teniendo en cuenta que estamos en el tiempo de las apariciones del Resucitado, donde los discípulos fortalecen su fe gracias al encuentro con Él, que les permite hasta tocarlo. Al menos eso sucedió con Tomás, el apóstol con quien nos identificamos, el que necesita pruebas palpables, el que no se fía del todo de las palabras de los otros (ni siquiera de las del mismo Señor a quien seguía), el que posee una visión plana de la realidad.
La petición de Tomás forma parte del interminable reguero de signos que ya antes otros habían pedido a Dios y que, a día de hoy, continuamos pidiendo nosotros para darle crédito. El problema, sin embargo, no está en el hecho de suplicar que se nos dé una señal, sino en que únicamente aceptemos la que queremos nosotros sin darnos cuenta de que hay multitud de ellas mucho mejores que la nuestra. De hecho, la que anhelamos es la menos valiosa (por poco relevante o porque contradice las auténticas). Les pasó a aquellos que merodeaban por delante de la cruz y le decían a Jesús que se desclavara porque así creerían (Mt 27,42). Una petición tramposa. Ellos la hicieron a sabiendas de que no iba a ocurrir; pero si hubiera sucedido, si hubiera bajado… ¿habrían creído? Y si les hubiera concedido ese deseo, ¿ya no habrían vuelto a pedir pruebas nunca más? ¿Habrían desaparecido las dudas para siempre? Sabemos que no. Cuando Tomás pidió tocar sus heridas y meter la mano en el costado abierto del Señor estaba reclamando algo parecido a los que pasaban delante de la cruz: una demostración irrefutable de su poder que en el fondo no lo era tanto. Porque todo pasa, y hay un después. Y al día siguiente aparecería la duda razonable de pensar si, de verdad, lo visto y tocado fue real y no fruto de la imaginación y del deseo. No bajó de la cruz porque habría sido una acción contraria al modo de ser de Dios; sin embargo, a Tomás sí le mostró sus heridas para que las tocara, porque en ellas se encontraba la clave para entender el contenido de la resurrección. Al apóstol incrédulo no le dio una prueba definitiva, como a él le hubiera gustado, sino que le dio algo mejor: le hizo ver que solo el amor tiene la palabra definitiva. Ahora, fortalecer la fe está ya al alcance de cualquiera. Porque no depende de una visión extraordinaria. Porque se puede amar sin ver. Que el Crucificado mostrara sus heridas fue una de las mejores noticias que trajo la resurrección, además de haber vencido a la muerte y estar vivo. Porque éstas se convirtieron en la señal de que el amor, efectivamente, deja huella, pero nunca va acompañado ni de la violencia ni de la venganza, sino de la paz y el perdón. Por eso, la mejor pista para encontrar la Vida es dejarnos conducir por el amor inspirado en Jesucristo pues, aunque no veamos, él nos llevará a la resurrección. Todas las apariciones de Jesús resucitado son peculiares. Incluso cuando se cuenta la misma, los evangelistas difieren: mientras en Marcos son tres las mujeres que van al sepulcro (María Magdalena, María la de Cleofás y Salomé), y también tres en Lucas, pero distintas (María Magdalena, Juana y María la de Santiago), en Mateo son dos (las dos Marías) y en Juan una (María Magdalena, aunque luego habla en plural: «no sabemos dónde lo han puesto»). En Mc ven a un muchacho vestido de blanco sentado dentro del sepulcro; en Mt, a un ángel de aspecto deslumbrante junto a la tumba; en Lc, al cabo de un rato, se les aparecen dos hombres con vestidos refulgentes. En Mt, a diferencia de Mc y Lc, se les aparece también Jesús. Podríamos indicar otras muchas diferencias en los demás relatos. Como si los evangelistas quisieran acentuarlas para que no nos quedemos en lo externo, lo anecdótico. Uno de los relatos más interesantes y diverso de los otros es el del próximo domingo (Juan 20,19-31).
Las peculiaridades de este relato de Juan 1. El miedo de los discípulos. Es el único caso en el que se destaca algo tan lógico, y se ofrece el detalle tan visivo de la puerta cerrada. Acaban de matar a Jesús, lo han condenado por blasfemo y por rebelde contra Roma. Sus partidarios corren el peligro de terminar igual. Además, casi todos son galileos, mal vistos en Jerusalén. No será fácil encontrar alguien que los defienda si salen a la calle. 2. El saludo de Jesús: «paz a vosotros». Tras la referencia inicial al miedo a los judíos, el saludo más lógico, con honda raigambre bíblica, sería: «no temáis». Sin embargo, tres veces repite Jesús «paz a vosotros». Algún listillo podría presumir: «Normal; los judíos saludan shalom alekem, igual que los árabes saludan salam aleikun». Pero no es tan fácil como piensa. Este saludo, «paz a vosotros» sólo se encuentra también en la aparición a los discípulos en Lucas (24,36). Lo más frecuente es que Jesús no salude: ni a los once cuando se les aparece en Galilea (Mc y Mt), ni a los dos que marchan a Emaús (Lc 24), ni a los siete a los que se aparece en el lago (Jn 21). Y a las mujeres las saluda en Mt con una fórmula distinta: «alegraos». ¿Por qué repite tres veces «paz a vosotros» en este pasaje? Vienen a la mente las palabras pronunciadas por Jesús en la última cena: «La paz os dejo, os doy mi paz, y no como la da el mundo. No os turbéis ni os acobardéis» (Jn 14,27). En estos momentos tan duros para los discípulos, el saludo de Jesús les desea y comunica esa paz que él mantuvo durante toda su vida y especialmente durante su pasión. 3. Las manos, el costado, las pruebas y la fe. Los relatos de apariciones pretenden demostrar la realidad física de Jesús resucitado, y para ello usan recursos muy distintos. Las mujeres le abrazan los pies (Mt), María Magdalena intenta abrazarlo (Jn); los de Emaús caminan, charlan con él y lo ven partir el pan; según Lucas, cuando se aparece a los discípulos les muestra las manos y los pies, les ofrece la posibilidad de palparlo para dejar claro que no es un fantasma, y come delante de ellos un trozo de pescado. En la misma línea, aquí muestra las manos y el costado, y a Tomás le dice que meta en ellos el dedo y la mano. Es el argumento supremo para demostrar la realidad física de la resurrección. Curiosamente se encuentra en el evangelio de Jn, que es el mayor enemigo de las pruebas física y de los milagros para fundamentar la fe. Como si Juan se hubiera puesto al nivel de los evangelios sinópticos para terminar diciendo: «Dichosos los que crean sin haber visto». 4. La alegría de los discípulos. Es interesante el contraste con lo que cuenta Lucas: en este evangelio, cuando Jesús se aparece, los discípulos «se asustaron y, despavoridos, pensaban que era un fantasma»; más tarde, la alegría va acompañada de asombro. Son reacciones muy lógicas. En cambio, Juan sólo habla de alegría. Así se cumple la promesa de Jesús durante la última cena: «Vosotros ahora estáis tristes; pero os volveré a visitar y os llenaréis de alegría, y nadie os la quitará» (Jn 16,22). Todos los otros sentimientos no cuentan. 5. La misión. Con diferentes fórmulas, todos los evangelios hablan de la misión que Jesús resucitado encomienda a los discípulos. En este caso tiene una connotación especial: «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo». No se trata simplemente de continuar la tarea. Lo que continúa es una cadena que se remonta hasta el Padre. 6. El don de Espíritu Santo y el perdón. Mc y Mt no dicen nada de este don y Lucas lo reserva para el día de Pentecostés. El cuarto evangelio lo sitúa en este momento, vinculándolo con el poder de perdonar o retener los pecados. ¿Cómo debemos interpretar este poder? No parece que se refiera a la confesión sacramental, que es una práctica posterior. En todos los otros evangelios, la misión de los discípulos está estrechamente relacionada con el bautismo. Parece que en Juan el perdonar o retener los pecados tiene el sentido de admitir o no admitir al bautismo, dependiendo de la preparación y disposición del que lo solicita. Dos lecturas contra Tomás Las dos primeras lecturas le quitan la razón a Tomás cuando piensa que para creer hace falta una demostración personal y científica. Las dos hablan de personas que creen en Jesús resucitado y viven de acuerdo con esta fe sin pruebas de ningún tipo. La primera, de Hechos, ofrece un cuadro espléndido, quizá demasiado idílico, de la primitiva comunidad cristiana. Que en medio de numerosas críticas y persecuciones un grupo de gente sencilla desee formarse en la enseñanza de los apóstoles, comparta la oración, los sentimientos y los bienes, es algo que supera todo expectativa. Estas personas creen, sin necesidad de prueba alguna, que Jesús ha resucitado y las salva. |
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Febrero 2023
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