Los tiempos litúrgicos no son períodos estancos, que celebramos una vez al año, y se suceden uno tras de otro, con experiencias que ya no se repetirán. Esos períodos nos sirven para resaltar experiencias y vivencias existenciales que son, generalmente, frecuentes en la vida, que no avisan, y que no tienen reservado tiempo, cronológico o climatológico, en que esas experiencias sean más probables. Para entender muy fácilmente lo que quiero decir, es importante distinguir dos niveles en la vivencias existenciales:
1º, el nivel de la realidad. Por ejemplo, en ésta, la realidad, la experiencia del dolor, del fracaso, de la limitación, de la insatisfacción, sucede cuando llega, no tiene ni fechas, a no ser que sean el recuerdo de algo que ya sucedió con fecha y hasta hora, ni épocas. Pasa cuando pasa, por motivos y causas que pueden, o no, directa o indirectamente, tener relación con el sujeto que la padece. 2º, el nivel de la celebración. Éste sí, lo escoge la actividad humana. La alegría desbocada, la farra y el desenfreno puede suceder en multitud de ocasiones y de variables, pero los hombres nos ponemos de acuerdo para celebrarlos, por ejemplo, en los días previos al inicio de la cuaresma, en el carnaval. Lo mismo sucede con el nivel celebrativo de lo que he recordado en el párrafo anterior: el dolor, la enfermedad, el fracaso, la muerte, puede suceder en cualquier momento, pero lo celebramos, y ahora entramos en el ámbito de la Liturgia cristiana en un tiempo concreto, que llamamos la Cuaresma. Cada tiempo litúrgico celebra una experiencia humana relevante, que a todos los seres humanos les llegará algún día. Así, afirmamos que en el Adviento celebramos el paso del tiempo, que nos empuja a determinados momentos, convertidos muchas veces en objetivos, como el acabar la carrera, el casarse, el comprar una casa, etc. Así como también el modo humano, profundamente variable de “pasar el tiempo”. En las parroquias que me han tocado en mi vida pastoral, desde que me ordené, hace ya 48 años, excepto una vez, en que no lo hice, siempre, con esa excepción, el primer Domingo de Adviento les cito la obra teatral de Samuel Beckett, “Esperando a Godot”, que nos ayuda a caer en la cuenta de lo que celebramos más profundamente en ese tiempo litúrgico, y que no es simplemente, como a veces afirmamos ingenuamente una preparación de la Navidad, sino un ejercicio consciente, meditado e iluminado por la Palabra de Dios, sobre nuestra manera de pasar el tiempo, y de esperar algún acontecimiento decisivo para nuestra vida. Entre otras cosas nos ayudará a discernir si perdemos o no el tiempo, como los que esperan desgraciadamente a Godot. Siempre hemos oído que la Cuaresma es, mientras esperamos la Pascua, una seria reflexión sobre el dolor, el desasosiego, la incertidumbre, el fracaso, la vejez, la muerte. Evidentemente, sin el necesario y maravilloso contrapeso de la Pascua, el ejercicio cuaresmal sería inocuo y contraproducente. Pero el peligro es, como ha sucedido hasta nuestros días, exactamente hasta el Concilio Vaticano II, que el modo, las formas y tradiciones de celebrar la Cuaresma ha desviado la atención, del foco principal, a lo secundario y anecdótico. Todavía hay curas que el domingo pasado, informando de la celebración del miércoles de ceniza, alertaban a sus fieles de los detalles del cumplimiento del ayuno y la abstinencia, en un desprecio del Concilio, o en una actitud inconsciente y desinformada. Yo prefiero esta segunda alternativa. Evidentemente, como me decía un feligrés, buena persona, pero burguesón y vividor él, con un cinismo soportable, porque era entre amigos, con aquello del asco, que se produce cuando abunda la confianza, pues me reconocía: “Me encanta la abstinencia de los viernes de Cuaresma, que mi abuela y mi madre lo ampliaban a todos los viernes del año, porque así teníamos un motivo magnífico para comer una buena merluza de pincho con almejas, y, en los buenos tiempos, una cazuela de angulas”. Por lo menos, aunque fuera cínicamente, ese antiguo amigo tomaba conciencia de la hipocresía que se puede encerrar en algunas prácticas de penitencia. Y no digamos cuando para librarse de alguna de ellas se podía pagar un tributo pecuniario. La Cuaresma, como tiempo litúrgico cristiano, solo tiene sentido si la vivimos con la guía e iluminación de la Palabra de Dios, y con la cercanía de los hermanos de la Comunidad. Los sacrificios, sin la Palabra, y sin compartir solidariamente con los hermanos “las alegrías, los gozos, las amarguras y las desventuras”, no nos sirven para nada.
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El mensaje de hoy es muy sencillo de formular, pero muy difícil de asimilar. Con demasiada frecuencia seguimos oyendo la fatídica expresión: ¡Castigo de Dios! El domingo pasado decíamos que no teníamos que esperar ningún premio de Dios. Hoy se nos aclara que no tenemos que temer ningún castigo. Premio y castigo son dos realidades correlativas, si se da una, se da la otra. Si Dios es el que manda la lluvia, la sequía es necesariamente un castigo. Es difícil superar la idea de “el Dios que premia a los buenos y castiga a los malos”. La dinámica en la que hemos metido a Dios, es un callejón sin salida, para Él y para nosotros.
La gran teofanía de Yahvé a Moisés, indica el principio de la liberación. Debemos tener mucho cuidado al leer estos textos. No son relatos históricos tal como entendemos hoy la historia. Los acontecimientos a los que hace referencia sucedieron en el s. XIII a. de C. No se escribieron de una vez, sino que fueron elaborándose durante más de siete siglos. Los primeros relatos fueron orales. La última fijación de la Biblia se produjo en el siglo V a. de C. en tiempos de Esdras y Nehemías. Se trata de relatos que hacen referencia a siete siglos antes. No solo no responden a acontecimientos sino que solo intentan fundamentar la fe. Todo el relato del éxodo es un intento de fundamentar la fe de un pueblo. Dios salva a su pueblo y en esa salvación, el pueblo se reconoce como elegido por Dios. Fíjate bien, Dios responde a las quejas del pueblo. No es un Dios impasible trascendente que le importa muy poco la suerte de los seres humanos. Es un Dios que interviene en la historia a favor del pueblo oprimido. Así lo creían ellos, desde una visión mítica de la historia. Dios se sirve de los seres humanos para llevar a cabo la obra de salvación. Esto es muy importante a la hora de pensar la liberación. Somos nosotros los responsables de que la humanidad camine hacia una liberación o que siga hundiendo en la miseria a la mayoría de los seres humanos. “Yo soy el que soy”. Estamos ante la intuición más sublime de toda la Biblia, y seguramente de todo el pensamiento religioso: Dios no tiene nombre, simplemente, ES. El nombre de Dios es una expresión verbal: “El que es y será”. En aquella cultura, conocer el nombre de alguien era dominarlo. La enseñanza es que Dios es inabarcable y nadie puede conocerle ni manipularle. Es una pena que, sin tener esto en cuenta, hayamos intentado durante dos mil años, meterlo en conceptos y manipularlo. Las pretensiones de la “teología” han sido y siguen siendo descabelladas. Todos sabemos que el discurso sobre Dios es siempre analógico, es decir: sencillamente inadecuado, y solo “sequndum quid” acertado. Pero a la hora de la verdad, olvidamos esto y defendemos nuestros ridículos conceptossobre Dios como si se tratara de la mismísima realidad divina. Partiendo de la experiencia de Israel, Pablo advierte a los cristianos de Corinto, que no basta pertenecer a una comunidad para estar seguro. Nada podrá suplir la respuesta personal a las exigencias de tu ser. El ampararse en seguridades de grupo puede ser una trampa. Esta recomendación de Pablo está muy de acuerdo con el evangelio. Pablo dice: “El que se cree seguro, ¡cuidado! no caiga.” Y Jesús dice por dos veces: “si no os convertís todos pereceréis”. La vida humana es camino hacia la plenitud, que necesita de constantes “rectificaciones”, si no corregimos el rumbo equivocado, nos precipitaremos al abismo. El evangelio de hoy nos plantea el eterno problema: ¿Es el mal consecuencia del un pecado? Así lo creían los judíos del tiempo de Jesús y así lo siguen creyendo la mayoría de los cristianos de hoy. Desde una visión mágica de Dios, se creía que todo lo que sucedía era fruto de su voluntad. Los males se consideraban castigos y los bienes premios. Incluso la lectura de Pablo que acabamos de leer se pude interpretar en esa dirección. Jesús se declara completamente en contra de esa manera de pensar. Lo expresa claramente el evangelio de hoy, pero lo encontramos en otros muchos pasajes; el más claro es el del ciego de nacimiento en el evangelio de Jn, donde los discípulos preguntan a Jesús, ¿Quién peco, éste o sus padres? Para Jesús la relación de Dios con nosotros está en un ámbito más profundo. Debemos dejar de interpretar como actuación de Dios lo que no son más que fuerzas de la naturaleza o consecuencia de atropellos humanos. Ninguna desgracia que nos pueda alcanzar, debemos atribuirla a un castigo de Dios; de la misma manera que no podemos creer que somos buenos porque las cosas nos salen bien. El evangelio de hoy no puede estar más claro, pero como decíamos el domingo pasado, estamos incapacitados para oír lo que nos dice. Solo oímos lo que nos permiten escuchar nuestros prejuicios. Insisto, debemos salir de esa idea de Dios Señor o patrón soberano que desde fuera nos vigila y exige su tributo. De nada sirve camuflarla con sutilezas. Por ejemplo: Dios, puede que no castigue aquí abajo, pero castiga en la otra vida... O, Dios nos castiga, pero es por amor y para salvarnos... O Dios castiga solo a los malos... O merecemos castigo, pero Cristo, con su muerte, nos libró de él. Pensar que Dios nos trata como tratamos nosotros al asno, que solo funciona a base de palo o zanahoria, es ridiculizar a Dios y al ser humano Claro que estamos constantemente en manos de Dios, pero su acción no tiene nada que ver con las causas segundas. La acción de Dios es de distinta naturaleza que la acción del hombre, por eso la acción de Dios, ni se suma ni se resta ni se interfiere con la acción de las causas físicas. Desde el Paleolítico, se ha creído que todos los acontecimientos eran queridos y por lo tanto realizados puntualmente, por un dios todopoderoso. Pero resulta que Dios, por ser acto puro, por estar haciéndolo todo en todo instante, no puede hacer nada en concreto. No puede empezar a hacer nada, porque una acción es enriquecimiento del ser que actúa, y si Dios pudiera ser más, no sería Dios. Tampoco puede dejar de hacer nada de lo que está haciendo, porque perdería algo y dejaría de ser Dios. Si no os convertís, todos pereceréis. La expresión no traduce adecuadamente el griego metanohte, que significa “cambiar de mentalidad, ver la realidad desde otra perspectiva”. No dice Jesús que los que murieron no eran pecadores, sino que todos somos igualmente pecadores y tenemos que cambiar de rumbo. Sin una toma de conciencia de que el camino que llevamos nos lleva al abismo, nunca estaremos motivados para evitar el desastre. Si soy yo el que voy caminando hacia el abismo, solo yo puedo cambiar de rumbo. Cada uno tiene la responsabilidad de sus acciones. No somos marionetas en las manos de Dios, sino personas, es decir seres autónomos que debemos apechugar con nuestra responsabilidad. La mejor traducción sería: si no aprendes, incluso de los errores, perecerás. La parábola de la higuera es esclarecedora. La higuera era símbolo del pueblo de Israel. El número tres es símbolo de plenitud. Es como si dijera: Dios me da todo el tiempo del mundo y un año más. Pero el tiempo para dar fruto es limitado. Dios es don incondicional, pero no puede suplir lo que tengo que hacer yo. Soy único, irrepetible. Tengo una tarea asignada; si no la llevo a cabo, esa tarea se quedará sin realizar y la culpa será solo mía. No tiene que venir nadie a premiarme o castigarme. El cumplir la tarea será el premio, no cumplirla el castigo. La tarea del ser humano no es hacer cosas sino hacerse, es decir, tomar conciencia de su verdadero ser y vivir esa realidad a tope. ¿Qué significa dar fruto? ¿En qué consistiría la salvación para nosotros aquí y ahora? Tal vez sea esta la cuestión más importante que no debemos plantear. No se trata de hacer o dejar de hacer esto o aquello para alcanzar la salvación. Se trata de alcanzar una liberación interior que me lleve a hacer esto o dejar de hacer lo otro porque me lo pide mi auténtico ser. La salvación no es alcanzar nada ni conseguir nada. Es tu verdadero ser, estar identificado con Dios. Descubrir y vivir esa realidad es tu verdadera salvación. Meditación-contemplación No tienes que esperar nada de fuera. Dios ya te lo ha dado todo, lo que falta lo tienes que hacer tú. La tarea fundamental está dentro de ti mismo. Es un proceso de iluminación, de toma de conciencia de lo que eres. ......................... Convertirse es centrarse. Presupone la conciencia de estar descentrado. Si no descubres que tu camino te lleva fuera, a las cosas terrenas, no estarás motivado para ninguna rectificación. ........................ No intentes cambiar de objetivos fuera de ti. Es perder el tiempo. La única meta que te puede saciar está dentro. Céntrate, concéntrate. Ese es el único camino de conversión. Tres maneras de morir
1) Asesinado por Pilato; 2) Aplastado por una torre; 3) Negándonos a convertirnos. Todo comienza con el deseo de tenderle a Jesús una trampa. ¿Cómo reaccionará él, que es galileo, ante el asesinato de otros galileos por orden del procurador romano? La trampa es muy astuta: nadie le pregunta qué piensa de este hecho; se limitan a contarle el caso. Si responde airadamente, se enemistará con las autoridades; si se calla la boca, se revelará como un mal galileo y un mal israelita. Para quienes han venido a contarle el caso, todo se juega entre unos galileos muertos, Pilato y Jesús. Ellos se limitan a informar, como la prensa; el caso no les afecta personalmente. Y aquí es donde Jesús va a cazarlos en su propia trampa. Con una ironía muy sutil da por supuesto que sus informadores no le piden una declaración de tipo político (Pilato es un asesino, muerte a los romanos) sino de tipo religioso (esos galileos han muerto por ser pecadores). De hecho, la mayoría de los judíos de la época (y muchos cristianos actuales), consideran que una desgracia es consecuencia de un pecado. Pero Jesús toma un rumbo completamente distinto. Los importantes no son los galileos muertos, Pilato y Jesús. Los importantes son ellos, los que preguntan, que no pueden considerarse al margen de los acontecimientos. Si piensan que esos galileos eran más pecadores que ellos, se equivocan. También se equivocaron quienes pensaron que los dieciocho aplastados por el derrumbe de la torre de Siloé eran más pecadores que los demás. La muerte no solo la provocan políticos injustos y criminales (Pilato) o desgracias naturales evitables (la torre). Hay otra amenaza mucho más grave: la que tramamos contra nosotros mismos cuando nos negamos a convertirnos. Dios pide higos a la higuera, no pide peras al olmo La historia de los galileos y de la torre la ha utilizado Jesús para avisar seriamente, y por dos veces: “Si no os convertís, todos pereceréis”. Quienes conciben a Jesús como un hippy de los años 80 del siglo pasado, repartiendo flores y besos, no han leído nunca el evangelio. Él no hay traído paz sino espada. Pero la invitación tan seria a convertirse, con la amenaza de perecer en caso contrario, no debe interpretarse de forma equivocada. Dios no va a caer sobre nosotros como una torre ni va a mandar a sus ángeles con espadas desenvainadas. Mediante una breve parábola Lucas cuenta cómo nos va a tratar: como un agricultor sensato, realista y paciente. Sensato, porque solo nos pide lo que podemos dar naturalmente, sin especial esfuerzo. De la higuera solo espera que dé higos, no plátanos ni melones. Lo que espera de nosotros es algo que cada uno debe pensar teniendo en cuenta sus circunstancias familiares y laborales, pero nunca esperará nada que exceda nuestra capacidad. Realista, porque no se deja engañar. La higuera lleva tres años sin dar fruto. Con él no valen las excusas del mal estudiante que asegura haber trabajado mucho cuando no ha dado golpe en todo el curso. A nosotros podemos engañarnos diciendo que damos fruto; a Dios, no. Paciente, porque ha esperado ya tres años, y todavía está dispuesto a conceder uno más. Pero la parábola no habla solo del dueño de la viña. El gran protagonista es el viñador, el que intercede por la higuera y se compromete a cavarla y echarle estiércol. Ya que la higuera nos representa a cada uno de nosotros, el viñador tiene que ser Jesús. Se espera que la higuera produzca fruto no solo por ella misma sino también gracias a su acción. En definitiva, la parabolita final matiza bastante la dureza de la primera parte del evangelio. Pero matizar no significa anular. Si nos empeñamos en no dar fruto, si no mejora nuestra relación con Dios y con el prójimo, por más que Jesús cave y trabaje, la higuera será cortada. Nosotros no somos distintos ni mejores (lecturas 1ª y 2ª) En el evangelio, Jesús advierte a los presentes que no deben considerarse mejores que los asesinados por Pilato o muertos por el derrumbe de la torre. Las dos primeras lecturas nos recuerdan que nosotros no somos mejores que el pueblo de Israel, para que nadie se sienta seguro y termine cayendo, como indica Pablo. La lectura del Éxodo nos habla de la preocupación de Dios por su pueblo esclavizado en Egipto. La vocación de Moisés será el primer acto de su liberación. Por eso, el estribillo del Salmo repite: “El Señor es compasivo y misericordioso”. Pero la carta a los Corintios recuerda que, a pesar de tantos beneficios divinos (paso del Mar, maná, agua que brota de la roca), muchos israelitas no agradaron a Dios y terminaron pereciendo en el desierto. Y añade que esto debe servirnos de ejemplo y escarmiento. Nos puede ocurrir lo mismo si nos comportamos igual que ellos. Dicho con las palabras del evangelio. “Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo.” ¿Quién no ha tenido alguna vez en su casa una planta pequeña, de esas que sus raíces no han “agarrado bien”, que al cabo de los días o de pocas semanas sus hojas empiezan a perder brillo y a manifestar signos de decaimiento y flacidez? En ese instante suelen aparecer dos opciones: dejarla morir para cambiarla cuanto antes por otra con más lustre que pueda dar un toque chic a nuestra habitación; o aguantar un poco más a ver si coge fuelle y revive. Normalmente gana la primera idea; al fin y al cabo los esquejes son baratos y variados, hay donde elegir, y así se acaba cuanto antes con el problema.
En este evangelio, sin embargo, el Señor nos dice claramente que su estilo es más acorde con el segundo modo de obrar. Porque Él no da nada por perdido. Ya lo adelantó en el Antiguo Testamento, como queda recogido en la primera lectura de este domingo, donde Yahvé le revela a Moisés que su nombre es “Yo soy el que soy”, una expresión que en hebreo significa, “Yo soy el que está contigo”. E igualmente San Pablo refuerza esta idea en la segunda lectura advirtiéndonos de que no hay dos categorías de personas –las que se creen seguras y “a salvo”, y las “acabadas” –, porque todos tenemos algo de lo que ser sanados y por tanto, Dios está con todos. Cualquiera que sea nuestra situación, Él nunca va a dejar a nadie “tirado”, pues actúa como el viñador de la parábola: yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Él espera y confía en que lo bueno saldrá. Por eso mientras muchos que contemplan la miseria piensan que “ya no hay nada que hacer”, otros –el Señor entre ellos– vierten su tiempo y su cariño en acciones para revitalizar y reanimar lo que la mayoría da por perdido. Dios también está en la UCI, actuando las 24 horas, volcado en nuestra mejoría. Él siempre está “de guardia”, y esa presencia segura es nuestra mejor terapia. Los dogmas del Catolicismo, la religión en la que nací, ya no me dicen nada. Las tradiciones y creencias del Cristianismo, tal como las aprendí, me parecen cada vez más ajenas. Son respuestas. Y ante el misterio del mundo yo tengo cada vez más preguntas.
Sentimientos parecidos a los míos los descubro en mucha otra gente, sobre todo jóvenes, sobre todo mujeres, que no niegan a Dios, pero que buscan una espiritualidad que alimente de verdad el sentido de sus vidas. Y en busca de ese tesoro, donde poner su corazón, toman distancia, se apartan, revisan, hasta rechazan, la religión aprendida. ¿Qué nos pasa? ¿Qué me ha pasado? Que he crecido, que he leído, que he buscado, que vivimos en un mundo radicalmente diferente al mundo tribal, rural, pre-moderno, en el que se fraguaron los ritos, dogmas, creencias, jerarquías y tradiciones de mi religión. El sistema religioso que nos han enseñado habla de un concepto anticuado del mundo. Ya no podemos caminar con esos “zapatos”, ya no me sirven. Sabiendo, como sé, que el Cristianismo en todas sus versiones (católicos, protestantes, evangélicos, ortodoxos…) es una religión poderosa, pero una más entre tantas que existen y han existido en el planeta y en la historia, ya no puedo creer que la mía es la religión verdadera. Sería una insensatez tan mayúscula como creer que mi lengua materna, el español, es entre todas las lenguas, la mejor sólo porque nací en ella, es la que conozco y la que sé hablar. Encuentro arrogantes los postulados religiosos que aprendí. Porque se presentan absolutos, rígidos, infalibles, incuestionables, inmutables e impenetrables al paso del tiempo. Y la humildad –que tiene la misma raíz, que humanidad, humus– me parece un caminito esencial ante el misterio del mundo, que ni la ciencia ni ninguna religión logra desentrañar cabalmente. Sabiendo, como sé, las riquezas que encierran las variadísimas culturas humanas, los tantos mundos que hay en este mundo, no puedo creer que en mi religión y en la Biblia esté “la” revelación de esa Realidad Última que es Dios. Si así lo creyera, no podría evitar ser soberbia. Y no podría dialogar de igual a igual con los miles y miles y miles de hombres y mujeres que no lo creen así, que tienen otros libros sagrados, que van a Dios por otros caminos en donde no hay escrituras santas que venerar y seguir. ¿Cómo creer en ese galimatías dogmático, amalgamado con una filosofía superada, que afirma que en Dios hay tres personas distintas con una única naturaleza y que Jesús es la segunda persona de esas tres, pero con dos naturalezas? ¿Cómo creer lo que es absurdo y no entiendo si mi cerebro es la obra maestra de la Vida? ¿Cómo creer que María de Nazaret es Madre de Dios si Dios es Madre? ¿Cómo creer en la virginidad de María sin asumir lo que ese dogma expresa de rechazo a la sexualidad y a la sexualidad de las mujeres? ¿Cómo aceptar una religión tan masculinizada y, por tanto, tan separada de aquella primera intuición que presentía a Dios en femenino al ver el poder del cuerpo de la mujer que daba vida? ¿Cómo olvidarnos de que, por esa experiencia vital, Dios “nació mujer” en la mente de la humanidad? ¿Cómo creer en el infierno sin convertir a Dios en un tirano torturador como los Pinochet o los Somoza? ¿Cómo creer en el pecado original, que nunca nadie cometió en ningún lugar, que es solamente el mito con que el pueblo hebreo explicó el origen del mal en el mundo? ¿Cómo creer que Jesús nos salvó de ese pecado si esa doctrina no es de Jesús de Nazaret sino de Pablo de Tarso? ¿Cómo creer que Dios necesitaba de la muerte de Jesús para lavar ese pecado? Jesús el profeta, ¿un cordero propiciatorio que aplaca con sangre la cólera divina? ¿Cómo creer que Jesús nos salvó muriendo, cuando lo que nos puede “salvar” del sinsentido es que nos enseñó a vivir? ¿Cómo creer que como el cuerpo de Jesús y bebo su sangre, reduciendo así la Eucaristía a un rito materialista, mágico y evocador de sacrificios arcaicos y sangrientos que Jesús rechazó? Sin embargo, dejando ya en mi camino tantas creencias de la religión aprendida, no dejo a Jesús de Nazaret. Porque, así como mi padre, mi madre y mis hermanos son mis referentes afectivos, y así como pienso, hablo y escribo en español y esa lengua es mi referente cultural, Jesús de Nazaret es mi referente religioso y espiritual, mi referente ético, el que me es más familiar para tantear el camino que me abre al misterio del mundo. Hoy, sabiendo, como sé, de la majestad inabarcable del Universo en el que vivimos, con sus miles de millones de galaxias, no puedo creer que Jesús de Nazaret sea la única y definitiva encarnación de esa Energía Primera que es Dios. Eso no lo creyó Jesús. Esa elaboración dogmática, hecha posteriormente y en contextos de luchas de poder, escandalizaría a Jesús. Hoy, en vez de afirmar “creo que Jesús es Dios”, prefiero decirme y decir: “Quiero creer en Dios como creyó Jesús”. ¿Y en qué Dios creía Jesús, el Moreno de Nazaret? Nos enseñó que Dios es un padre, también una madre, que se preocupa por buscarnos, –el pastor que busca a su oveja, la mujer que busca su dracma–, que nos espera con ansia, que siempre acoge, que se indigna ante las injusticias y ante el poder que explota y oprime, que toma partido por los de abajo, que no quiere pobres ni ricos, que quiere que a nadie le sobre y a nadie le falte, que apuesta por la equidad y la dignidad de todos, que nos quiere hermanos, que nos quiere en comunidad, que no quiere señores ni siervos, tampoco siervas, que nos da siempre oportunidades, que se ríe y festeja, que celebra banquetes a los que invita a todos, que es alegre y es bueno, que es un abbá, una immá. Todas las religiones del mundo, toditas, se parecen en algo: todas afirman que son las verdaderas y se ufanan de que sus divinidades son las más poderosas. Todas se sostienen en creencias, en ritos, en mandamientos y en mediadores. La mayoría de los mandamientos que imponen son prohibiciones: lo que no se puede hacer, lo que no se puede pensar, lo que no se puede decir... Y los mediadores que dominan las religiones son variadísimos: son libros, lugares, tiempos y objetos sagrados y, sobre todo, son personas sagradas a las que hay que creer, obedecer y reverenciar. Cuando uno lee la buena noticia de los Evangelios, cuando capta su esencia, descubre que Jesús no fue un hombre religioso. Jesús fue un laico en contradicción permanente con los hombres piadosos y sagrados de su tiempo, fariseos y sacerdotes. Jesús no propuso creencias sino actitudes. No lo vemos nunca practicando ningún rito sino acercándose a la gente. Le dio la vuelta a varios mandamientos, tal como eran interpretados por los piadosos de su tiempo. Y no respetó ni los lugares sagrados (oraba en el monte) ni los tiempos sagrados (“El sábado es para la gente, no la gente para el sábado”). Jesús fue un hombre espiritual y un maestro ético. Jesús no quiso fundar ninguna religión y, por eso, no es responsable de ninguno de los dogmas construidos desde el poder sobre la memoria apasionada de quienes lo conocieron. Jesús propuso una ética de relaciones humanas. Inspiró un movimiento espiritual y social de hombres y mujeres que buscando a Dios buscaran la justicia y construyeran su sueño, el Reino de Dios, que él concibió como una utopía contrapuesta a la realidad de opresión, injusticia, que le tocó vivir en su país y en su tiempo. Cuando ninguna persona es sagrada todas las personas se vuelven sagradas. Cuando ningún objeto es sagrado todos los objetos merecen ser cuidados. Cuando ningún tiempo es sagrado todos los días que me es dado vivir se convierten en sagrados. Cuando ningún lugar es sagrado veo en la Naturaleza entera el sagrado templo de Dios. Esto también nos lo enseñó Jesús. La irreverencia, la provocación, la gracia, el humor, la audacia y la novedad de la espiritualidad de Jesús de Nazaret han sido aprisionadas desde hace siglos en la dogmática cristológica. Esa dogmática nos hace prisioneros de un pensamiento único, nos encierra en una jaula. No nos deja volar porque no nos deja preguntar, sospechar, dudar… Los barrotes de esa cárcel provocan miedo. Miedo a desobedecer la palabra autorizada de quienes “saben de Dios”, las jerarquías de la religión. Miedo a ser castigados por pensar y por decir lo que pensamos. Hoy, sabiendo que vivo “en torno a una estrella del montón, en una zona corriente de una galaxia vulgar, agrupada con otras igualmente anodinas en un cúmulo ordinario”, como describe este “barrio cósmico” que es la Tierra un prestigioso físico, no puedo dejar de sentir petulantes y esclerotizadas, irrelevantes para mi vida, las certezas y las normas de la religión organizada por una burocracia jerárquica que, además, en tantas cosas ha traicionado el mensaje de Jesús. Me encuentro más cercana a la Vida que Jesús defendió y dignificó en esa religiosidad, en esa espiritualidad que es reverencia y asombro ante el misterio del mundo. Hallo más sentido espiritual en la “religiosidad cósmica” de la que habló el judío Einstein cuando dijo: “El misterio es lo más hermoso que nos es dado sentir”. Einstein reconoce que esa experiencia de lo misterioso “cuna del arte y de la ciencia ha generado también la religión”. Pero añade: “La verdadera religiosidad es saber de esa Existencia impenetrable para nosotros, saber que hay manifestaciones de la Razón más profunda y de la Belleza más resplandeciente” que nunca nos son del todo asequibles. Y concluye: “A mí me basta con el misterio de la eternidad de la Vida, con el presentimiento y la conciencia de la construcción prodigiosa de lo existente”. No sé si a mí me basta esa formulación, pero sí sé que me resulta significativa porque me abre a nuevas preguntas. Y la religión, el sistema religioso en el que me educaron, no me abrió. Me cerró llenándome de respuestas fijas, preestablecidas, muchas de ellas amenazantes, angustiantes, generadoras de miedo, de culpa y de infelicidad. Es tiempo de humanizarnos. Y el sistema religioso, obligándonos a pensar a Dios de una única manera, imponiéndonos normas morales severas y faltas de compasión y obligándonos a cultos y ritos rutinarios y rígidos, nos deshumaniza. ¿Creo en Dios? ¿Qué es la fe? “Es un amor”, me respondió hace ya muchos años un campesino analfabeto en la República Dominicana cuando yo se lo pregunté. Nunca lo olvido. Sentí una explicación tan sencilla como profunda. Si Dios es, es quien me mueve siempre hacia el amor, hacia los demás, sean personas, animales, árboles… Ese movimiento, ese impulso es a compartir, a simpatizar, a cuidar, a hacerme responsable, a meterme en el agua que guarda en su fondo ese pozo de todo lo que está vivo. La amistad es la felicidad de no poder tocar nunca el fondo de ese pozo. Eso es amor: un pozo sin fondo en el que poder beber. Eso debe ser Dios. En el amor que tengo a quienes quiero yo siento a Dios. Si Dios es, es belleza. El derroche de belleza de la Naturaleza –las estrellas del cielo, los ojos de los perros, la forma de las hojas, el vuelo de los pájaros, los colores y sus matices, el mar–, todo ese inconmensurable y siempre sorprendente listado de hermosuras, todas parecidas, todas diferentes, todas relacionadas, esa belleza que yo no puedo ni abarcar ni entender, que deslumbra mis ojos y mi mente, que la ciencia nos descubre y nos explica, siento que tiene “la firma” de Dios. En el fondo de toda la belleza que veo en todo lo que existe yo siento a Dios. Si Dios es, es alegría. En la fiesta, en la música y el baile, en las formas indefinibles que adopta la alegría cuando es profunda, en la palabra, en la compañía, en la celebración, en los logros, en el esfuerzo de creatividad, y muy Paper-Comunicación: Bienaventurados los ateos porque encontrarán a Dios especialmente en las risas y en las sonrisas de la gente, yo siento que Dios es más cercano que nunca. Si Dios es, es también justicia. Es la justicia que la historia que conozco y en la que vivo no le ha garantizado nunca a la gente buena. Que no le garantizó a aquel campesino pobre y analfabeto que me definió la fe como “un amor”. Pero Dios siempre está más allá de todo amor, de toda belleza, de toda alegría, siempre inalcanzable, innombrable, indescifrable, siempre más allá de la idea que de Dios me hago, más allá de mi propio deseo y nostalgia. Maimónides, el gran pensador judío de la Edad Media, escribió un tratado teológico-filosófico con este fascinante título: "Guía para perplejos". Dice él: "Describir a Dios mediante negaciones es la única manera de describirlo en un lenguaje apropiado". Ni una pizca de esa perplejidad la encuentro ya en el sistema religioso en el que nací. Y es con estos “ladrillos” de pensamiento y de sentimiento, con este pensar y este sentir, con los que he ido construyendo a tientas una espiritualidad, convencida, como decía el poeta León Felipe, que nadie va a Dios por el mismo camino por el que voy yo. La espiritualidad es un camino personal, la religión es un corsé colectivo. Un “yugo pesado”, en palabras de Jesús. En su libro La ola es el mar, el monje benedictino Willigis Jäger comenta: “Una persona sagaz dijo: La religión es un truco de los genes”. Jäger se toma muy en serio esa afirmación. Y explica: “Cuando la especie humana alcanzó el nivel evolutivo adecuado para plantearse preguntas sobre su origen, su futuro y el sentido de su existencia, desarrolló la capacidad para dar respuesta a esas preguntas. El resultado de este proceso es la religión, que durante milenios ha desempeñado magníficamente su tarea y aún sigue haciéndolo hoy. La religión forma parte de la evolución humana. Y si hoy llegamos a un punto en que sus respuestas ya no satisfacen, es un indicio de que la evolución ha dado un paso hacia adelante y está surgiendo en la humanidad una nueva capacidad para comprendernos como seres humanos. A pesar de los caminos errados y de los tiempos perdidos, cuánto me alegro de que, antes de morirme, desarrollé esa capacidad y pude vivir en el tiempo de ese paso hacia adelante”. Coincidiendo con la Semana Mundial de la Armonía Interconfesional (proclamada por la Asamblea General de Naciones Unidas en su resolución 65/5 de 2010), en una pequeña "comunidad de base cristiano-budista", que se reúne en el barrio de Nerima (Tokyo), hemos celebrado un día de retiro y meditación sobre el perdón y la reconciliación en medio del mundo conflictivo actual.
Para orar juntos por la paz en una liturgia interconfesional, se eligieron dos lecturas, una budista y otra cristiana. La budista fue el capítulo 20 del Sutra del Loto: El bodisatva despreciado que a nadie despreció; la cristiana, el Padre Nuestro, en el contexto del capítulo 6 del Evangelio según la tradición de Mateo. Los versos del Sutra del Loto sobre el bodisatva Sin Menosprecio rezan así: Eran los días del Dharma en decadencia / los monjes especulaban con teorías / carentes de autenticidad / El bodisatva Sin Menosprecio / se les acercaba y decía: / No os menosprecio, estáis llamados a la Iluminación. / Ellos, al oírle, se burlaban y le injuriaban. / Pero él lo soportaba inmutable. / Gracias a este bodisatva, mucha gente se convirtió / y caminó hacia la Iluminación. Para compartir el Padre Nuestro, nos sirvió la paráfrasis compuesta hace unos años en un taller de espiritualidad interconfesional. La he recogido traducida en mi libro Vivir. Espiritualidad en pequeñas dosis, Desclée, 2016. Dice así: Oración desde la vida a la Vida: Fuente de la Vida, que estás en la vida, que estás en mi vida, que estás en todas partes, vivificándolo todo. ¡Gracias por la Vida que nos vive! Que nos demos cuenta de que está llegando siempre el Reinado de la Vida. Que lo construyamos vivificándonos, dándonos vida mutuamente y dando en todo un sí a la Vida. Que recibamos fuerza de vivir, fortaleza de cuerpo y espíritu con pan de vida y esperanza. Que nos capacitemos para vivir en reconciliación, recibiendo y dando perdón, y para convivir con las personas más desfavorecidas, con quienes son diferentes y con quienes nos muestran enemistad. Que seamos liberados de todo mal: del mal en nuestro interior, y del mal que vulnera las relaciones humanas. Y que de fruto el trabajo por la liberación del mal social. (Vivir. Espiritualidad en pequeñas dosis, RD/Desclée, 2016, cap. 66) La Palabra tiene que ocupar un lugar central en la vida de la comunidad cristiana como fuente directa de nuestra conversión personal y transformación evangélica. Según un estudio de opinión, el porcentaje de familias españolas que tienen una Biblia en casa apenas llega al 50%, pero el dato preocupante es que apenas un 2% la utilizan para una lectura asidua. La Palabra vino al mundo, y los suyos no la recibieron…
La primera reflexión para este tiempo que llega de Cuaresma es que no somos lo suficientemente conscientes de, hasta qué punto, estamos abducidos por la cultura del consumismo y laminados por su consecuencia más letal: la crisis espiritual junto a la indiferencia hacia todo lo solidario y lo que suene a religioso. El ser humano está en una nube de soberbia por los logros increíbles que la ciencia le otorga cada vez con mayor tendencia al consumo y la comodidad. Por tanto, cualquier mensaje de salvación y conversión, al menos en esta cultura hedonista, tiene muchas papeletas de no tener respuesta. Nos decía el cardenal Martini: “Una espiritualidad cristiana no basada en la Escritura, difícilmente podrá sobrevivir en un mundo complejo, difícil fragmentado y desorientado como el moderno”. Curiosamente, en otras latitudes como la India, América latina o el Extremo Oriente crece el interés de la Palabra bíblica, atraídos por su mensaje de amor, fraternidad y liberación gestado en el rabioso día a día aunque se trate de un Reino que no es de este mundo. La lectura de la Biblia apunta directamente a cada persona y a cada comunidad eclesial para entender los signos de los tiempos: qué nos dice Dios a cada uno, aquí y ahora, para escucharle y orientar la vida desde la voluntad del Padre. No se trata de una lectura plana de la Palabra, rutinaria e individualista, como hemos socializado en muchas de nuestras celebraciones eucarísticas. Se trata, de acceder al texto sagrado desde la vida y para vida, desde la escucha. Una lectura y relectura del texto elegido, una sencilla meditación en escucha activa para discernir qué me dice Dios. Con esta actitud propiciamos el descanso en Dios y nos fortalecemos en Él sacando conclusiones en forma de compromiso práctico para nuestra vida entre hermanos. Por tanto, la Palabra nos lleva a la acción como bellamente lo resumió la madre Teresa de Calcuta mostrando un sencillo y profundo camino de conversión liberadora de manera admirable: “El fruto del silencio es la oración; el fruto de la oración es la fe; el fruto de la fe es el amor; el fruto del amor es el servicio; el fruto del servicio es la paz”. Necesitamos con urgencia, la Iglesia toda, especialmente la de los países más ricos y poderosos, proclamar la Palabra con nuestras obras. Primero, recuperando su lectura y escucha; y en segundo lugar, llenos del Espíritu, dar ejemplo con nuestras obras. A la visa de nuestro entorno, quizá lo veamos imposible, pero no lo es para Dios. Depende de nuestra voluntad de conversión. Y la Cuaresma ya nos interpela. En rigor, esa es la primera pregunta. La respuesta adecuada a la misma nos libera de la ignorancia, de la confusión y del sufrimiento. Nos hace libres.
Porque el objetivo de nuestra vida no puede ser otro que el de vivir lo que somos. Y eso no es algo que debamos “alcanzar”, “conseguir” o “lograr”…, sino, sencillamente, reconocer. Se trata de caer en la cuenta o comprender quiénes somos. Al comprenderlo, emerge la plenitud, la sabiduría y el gozo. Dicho de otro modo: la causa de nuestro sufrimiento no es otra que la ignorancia o inconsciencia de nuestra identidad profunda. Por tanto, la liberación del mismo viene de la mano de la comprensión. ¿Cómo comprender? Es decir, ¿desde qué lugar responder adecuadamente a aquella pregunta? Porque la respuesta puede venir de la mente en cuanto capacidad de razonar, o puede surgir en lo que, de momento, llamaremos “experiencia no mediada por la mente”. Las diferencias, según lo hagamos desde uno u otro lugar, serán decisivas. Cualquier respuesta que provenga de la mente será necesariamente reductora, por dos motivos: porque la mente es solo una parte de nuestra identidad, y porque únicamente puede operar delimitando aquello a lo que se refiere, es decir, objetivando. La mente es incapaz de decirme quién soy yo; me ofrecerá solo una “idea del yo”, un mero concepto que, forzosamente, me objetivará. Para ella, soy únicamente un yo individual y separado (un “objeto”). Precisamente por eso, debido a su carácter reductor, las respuestas que ofrece la mente no logran sacarnos de la ignorancia ni liberarnos del sufrimiento. La mente es una herramienta admirable…, siempre que ocupe su lugar. Como escribe la doctora Joan Borysenko, “la mente es un siervo maravilloso, pero un amo terrible”. Porque tiene límites muy claros, que necesita reconocer humildemente: solo puede trabajar en el mundo de los objetos –pensar es objetivar– y se convierte en tiránica cuando se arroga cualquier tipo de protagonismo. Con otras palabras: la mente no puede captar lo que no es objeto. Pero existe un modo de conocer previo a la razón Este domingo se nos proponen dos teofanías, una a Abrahán y otra a los tres apóstoles. En realidad, toda la Biblia es el relato de la manifestación de Dios. Se trata de leyendas construidas para fundamentar las creencias de un pueblo. La Alianza sellada por Abrahán con el mismo Dios es el hecho más importante de la epopeya bíblica. Hay un detalle muy significativo. Dios no llegó a la cita hasta que vino la noche y Abrahán cayó en “un sueño profundo y un terror intenso y oscuro”. Naturalmente, se trata de experiencias internas. Es sintomático que la mayoría de las experiencias de Dios en el AT se relatan como sueños.
Tampoco la transfiguración debemos entenderla como una puesta en escena por parte de Jesús. El querer explicar el relato como si fuera una crónica de lo sucedido, es la mejor manera de hacer polvo el mensaje. No es verosímil que Jesús montara un espectáculo de luz y sonido, ni para tres ni para tres mil. El domingo pasado se proponía una espectacular puesta en escena (tírate de aquí abajo) como una tentación. No tiene mucho sentido que hoy se proponga como una “gracia” en beneficio de los tres apóstoles. Una cosa es la experiencia, y otra muy distinta el lenguaje mítico, en el que nos la cuentan. Es clave para la comprensión del relato es la advertencia final. "Por el momento no dijeron nada de lo que habían visto". En el mismo relato de Mt y Mc, es Jesús quien les prohíbe decir nada a nadie "hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos". La conversación con Moisés y Elías era sobre el “éxodos de Jesús” (pasión y muerte). Seguramente se trata de un relato pascual. Todos los relatos evangélicos son pascuales. Me refiero a que en un principio se pensó como relato de resurrección pero con el tiempo se retrotrajo al tiempo de la vida de Jesús, para potenciar el carácter divino de Jesús y su conexión con el AT. Se emplean los mismos elementos que utiliza el AT para relatar las teofanías de Dios. El monte, lugar de la presencia de Dios. El resplandor, signo de que Dios estaba allí. La nube en la que Dios se manifestó a Moisés y que después les acompañaba por el desierto. La voz que es el medio por el que Dios comunica su voluntad. El miedo que siente todo aquel que descubre la presencia de lo divino. Las chozas, alusión a la fiesta mesiánica en la que se conmemoraba el paso por el desierto, de la esclavitud a la libertad. Moisés y Elíasson símbolos: La Ley y los Profetas, los dos pilares de la religiosidad judía. Conversan con Jesús, pero se retiran. Han cumplido su misión y en adelante será Jesús la referencia última. Pedro pretende hacer tres chozas, para perpetuar el momento que creen interesante. Se trata de una transfiguración. Cambió la figura, lo que pueden percibir por los sentidos. En lo esencial, Jesús siguió siendo el mismo. Fue la apariencia lo que los tres discípulos experimentaron como distinto. En Jesús, como en todo ser humano, lo importante es lo divino que no puede ser percibido por los sentidos. En los relatos pascuales, se quiere resaltar que ese Jesús que se les aparece, es el mismo que anduvo con ellos en Galilea. El relato, referido a su vida, se dice lo mismo, pero desde el punto de vista contrario. Ese Jesús que vive con ellos es ya Cristo glorificado. Quiere demostrar que lo que descubrieron de Jesús después de su muerte, ya estaba en él durante su vida, pero no lo vieron. La inmensa mayoría de las interpretaciones de este relato, apuntan a una manifestación de la “gloria” como preparación para el tiempo de prueba de al pasión. Además de fallar en el intento, esto sería una manifestación trampa. Cuando interpretamos la “gloria” como lo contrario a lo normal, nos alejamos del verdadero mensaje del evangelio. El sufrimiento, la cruz no puede ser un medio para alcanzar lo que no tenemos. En el sufrimiento está ya Dios presente, exactamente igual que en lo que llamamos glorificación. Lo que llamamos “gloria de Dios” no tiene absolutamente nada que ver con lo que entendemos por gloria humana. En Dios, su “gloria” es simplemente su esencia,no algo añadido. Dios no puede estar ni ser glorificado, por la sencilla razón de que nunca puede estar ni ser sin gloria. Con nuestra mente no podemos comprender esto. Cuando hablamos de la gloria divina de Jesús, aplicándole el concepto de gloria humana, tergiversamos lo que es Jesús y lo que es Dios. Si en Jesús habitaba la plenitud de la divinidad, como dice Pablo, quiere decir que Dios y su “gloria” nunca se separaron de él. Jesús, como ser humano, si podría recibir gloria humana: cetros, coronas, solios, poder, fama, honores, etc. etc. Pero todo eso que nosotros nos empeñamos en añadirle no es más que la gran tentación. El evangelio nos dice que no tenemos nada que esperar para el futuro. La buena noticia no está en que Dios me va a dar algo más tarde, aquí abajo o en un hipotético más allá, sino en descubrir que todo me lo ha dado ya (El reino de Dios está dentro de vosotros). En Jesús está ya la plenitud de la divinidad, pero está en su humanidad. La divinidad de Jesús no se puede percibir por los sentidos ni deducir de lo que se percibe. De fenómenos externos no puede venir nunca una certeza de la trascendencia, por muy espectaculares que parezcan. Todo lo que Jesús nos pidió que superáramos, resulta que ahora lo volvemos a reivindicar con creces, solo que un poco más tarde. Renunciar ahora para asegurarlo después, y para toda la eternidad... Es la mejor prueba del valor que seguimos dando a nuestro falso yo, y de que seguimos esperando la salvación a nivel de nuestro ego. Jesús acaba de decir a los discípulos, justo antes de este relato, que tiene que padecer mucho; que el que quiera seguirle tiene que renunciar a sí mismo; Que el grano de trigo tiene que morir... Jesús nos enseñó que debemos deshacernos de la escoria de nuestro falso yo, para descubrir el oro puro de nuestro verdadero ser. Nosotros seguimos esperando de Dios, que recubra de oropel o purpurina esa escoria para que parezca oro. Lo divino que hay en nosotras, no es lo contrario de las carencias que experimentamos. Es una realidad que ya somos y es compatible con las limitaciones de todo tipo (físicas, síquicas y morales), que son inherentes a nuestra condición de criaturas. Después de Jesús, es absurda una esperanza de futuro. Dios nos ha dado ya todo lo que podría darnos. Se ha dado Él mismo y no tiene nada más que dar (Sta. Teresa). Claro que esto da al traste con todas nuestras aspiraciones de “salvación”. Pero precisamente ahí debe llegar nuestra reflexión: ¿Estamos dispuestos a aceptar la salvación que Jesús nos propone, o seguimos empeñados en exigir de Dios la salvación que nosotros desearíamos para nuestro falso yo? ¡Escuchadle a él solo! Para los cristianos del siglo XXI, no es nada fácil cumplir esa recomendación. Seguimos, como Pedro, aferrados al Dios del AT. Yo diría: ¡Escuchad como Jesús escuchó!El cristianismo ha velado de tal forma el mensaje de Jesús, que es casi imposible distinguir lo que es mensaje evangélico y lo que es adherencia ideológica. Esa tarea de discernimiento es más urgente que nunca. Los conocimientos que hoy tenemos hacen, que podamos descubrir la cantidad de relleno que nos han vendido como evangelio. Jesús buscaba odres nuevos que aguantaran el vino nueva. Hoy son numerosos los odres, que esperan vino nuevo, porque no aguantan el vino viejo que les seguimos ofreciendo. El hecho de que Moisés y Elías se retiraran antes de que hablara la voz, es una advertencia para nosotros que no acabamos de superar el Dios del AT. Jesús ha dado un salto en la comprensión de Dios que debemos dar nosotros también. En realidad, en ese salto consiste todo el evangelio. El Dios de Jesús es un Dios que es siempre y para todos amor incondicional. El Dios de Jesús nos desconcierta, nos saca de nuestras casillas porque nos habla de entrega incondicional, de amor leal, de desapego del Yo. El Dios del AT ha hecho una alianza al estilo humano y espera que el hombre cumpla la parte que le corresponde. Solo entonces, premia al que la cumple y castiga al que no la cumple. Oración-contemplación En el relato de hoy, los apóstoles ven al verdadero Jesús. También tu verdadero ser es un diamante. No te dejes engañar por las apariencias. Ni tú ni los demás tenemos nada que cambiar en lo esencial. ………………………… No tienes que arrancar nada de ti. Todo lo que no es esencial, terminará por desprenderse. Agudizar la vista interior para ver lo que eres, más allá del oropel o del lodo que te cubre y oculta. .................. Solo la meditación podrá iluminarte para ver la realidad. No es fácil, pero es el único camino. La iluminación llegará un día con la mayor naturalidad. Leo en la autobiografía de Oliver Sacks: “Fue solo entonces, en esa extraordinaria reunión, cuando comprendí plenamente la riqueza de la personalidad de Wystan, su genio para las amistades de todo tipo. Allí estaba, con una sonrisa radiante, en medio de sus amigos, totalmente relajado, o eso me pareció. Y sin embargo, entreverada con todo eso, también flotaba una sensación de ocaso, de despedida" 1.
Tengo la impresión de que tanto él como Lucas en el evangelio de este domingo, están contando, cada cual a su manera, una experiencia de transfiguración. Estamos ante dos narradores que dan cuenta de algo que les ha impactado profundamente a nivel relacional y, a partir de ahí y con diferente grado de intensidad, se salen de la esfera plana de las descripciones precisas y exactas y se expresan en el lenguaje de lo excesivo, lo simbólico y lo totalizante: “solo entonces”, “extraordinaria reunión”, “comprendí plenamente”, “totalmente relajado”, “riqueza”, “genio”, “radiante…” Son expresiones vigorosas de Sacks que comunican la emoción de haber descubierto el “rostro otro” de un amigo. También Lucas quiere transmitir algo de la experiencia límite de conocer a Jesús de una manera “otra” y emplea para ellos un lenguaje intenso: “subió a un monte”, “oraba”, “cambió de aspecto”, “sus vestidos resplandecían de blancura”, “su rostro se volvió otro”, Moisés y Elías, dos nombres que hacían estremecerse a cualquier judío, “aparecieron gloriosos”; una “nube hizo sombra”, y una “voz”, saliendo de la nube, llamó “Hijo” a Jesús dejándolo amparado y envuelto en una ternura torrencial. Una palabra grave: “éxodo”, tiñe también esta escena de la “sensación de ocaso y despedida”. Y como contraste oscuro frente a tanta luz, tres hombrecillos asustados que balbucean desatinos y que preferirían dormir y quedarse al margen de tanta desmesura. También nosotros lo preferiríamos, seguramente. Quedarnos tranquilos, entretenidos en lo inmediato, ajenos a la capacidad de transfiguración que se esconde tras la aparente trivialidad de las personas y las cosas. “El mundo está lleno de esplendor espiritual y de secretos maravillosos”, decía el Baal Sem Tov fundador del judaísmo jasídico, “pero basta una pequeña manita sobre nuestros ojos para esconderlo todo”. También Job reconocía esa ceguera al decir: “Cruza junto a mí y no lo veo, pasa rozándome y no lo siento” (Jb 9,11). El Evangelio de hoy nos propone precisamente lo contrario: una atención despierta capaz de detectar el roce de la vida y del Señor que la habita; una terca convicción de que toda realidad esconde en su entraña el poder de resplandecer, de “volverse otra”. Y una escucha expectante que nos permita oír, en medio de la algarabía de tantas voces, la Voz que se nos dirige a cada uno y que nos susurra las palabras que poseen el poder de transfigurarnos: “Tú eres mi hijo amado”. |
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