(12 de septiembre de 2006)
RATISBONA, miércoles, 13 septiembre 2006 (ZENIT).- Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI este martes en la tarde en el encuentro que mantuvo con representantes alemanes del mundo de la ciencia en Aula Magna de la Universidad de Ratisbona, de la que había sido catedrático y vicerrector. El Papa se ha reservado la posibilidad de publicar en un segundo momento una versión de este texto definitiva con notas al pie de página. Por este motivo se trata de una redacción provisional. El Santo Padre ha dado por título a esta conferencia: «Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones». ¡Ilustres señores, gentiles señoras! Para mí es un momento emocionante estar nuevamente en la cátedra de la universidad y poder impartir una vez más una lección. Mi pensamiento vuelve a aquellos años en los que, tras un hermoso periodo en el Instituto Superior de Freising, inicié mi actividad de profesor académico en la Universidad de Bonn. En el año 1959 se vivían todavía los viejos tiempos de la universidad en que había profesores ordinarios. Para las cátedras individuales no existían ni asistentes ni dactilógrafos, pero en compensación se daba un contacto muy directo con los estudiantes y sobre todo entre los profesores. Se daban encuentros antes y después de las lecciones en los cuartos de los docentes. Los contactos con los historiadores, los filósofos, los filólogos y también entre las dos facultades teológicas eran muy cercanos. Una vez al semestre había un «dies academicus», en el que los profesores de todas las facultades se presentaban delante de los estudiantes de toda la universidad, haciendo posible una verdadera experiencia de «universitas» --algo a lo que también ha aludido usted, señor rector, hace poco--: el hecho que nosotros, a pesar de todas las especializaciones, que a veces nos impiden comunicarnos entre nosotros, formamos un todo y trabajamos en el todo de la única razón con sus diferentes dimensiones --estando así juntos también en la común responsabilidad por el recto uso de la razón--, hacía que se tratase de una experiencia viva. La universidad, sin duda, estaba orgullosa también de sus dos facultades teológicas. Estaba claro que también ellas, interrogándose sobre la racionalidad de la fe, desarrollan un trabajo que necesariamente forma parte del «todo» de la «universitas scientiarum», aunque no todos podían compartir la fe, por cuya correlación con la razón común se esfuerzan los teólogos. Esta cohesión interior en el cosmos de la razón tampoco quedó perturbada cuando se supo que uno de los colegas había dicho que en nuestra universidad había algo extraño: dos facultades que se ocupaban de algo que no existía: Dios. En el conjunto de la universidad era una convicción indiscutida el hecho de que incluso frente a un escepticismo así de radical seguía siendo necesario y razonable interrogarse sobre Dios por medio de la razón y en el contexto de la tradición de la fe cristiana. Me acordé de todo esto cuando recientemente leí la parte editada por el profesor Theodore Khoury (Münster) del diálogo que el docto emperador bizantino Manuel II Paleólogo, tal vez durante el invierno del 1391 en Ankara, mantuvo con un persa culto sobre el cristianismo y el islam, y la verdad de ambos. Fue probablemente el mismo emperador quien anotó, durante el asedio de Constantinopla entre 1394 y 1402, este diálogo. De este modo se explica el que sus razonamientos son reportados con mucho más detalle que las respuestas del erudito persa. El diálogo afronta el ámbito de las estructuras de la fe contenidas en la Biblia y en el Corán y se detiene sobre todo en la imagen de Dios y del hombre, pero necesariamente también en la relación entre las «tres Leyes» o tres órdenes de vida: Antiguo Testamento, Nuevo Testamento, Corán. Quisiera tocar en esta conferencia un solo argumento --más que nada marginal en la estructura del diálogo-- que, en el contexto del tema «fe y razón» me ha fascinado y que servirá como punto de partida para mis reflexiones sobre este tema. En el séptimo coloquio (controversia) editado por el profesor Khoury, el emperador toca el tema de la «yihad» (guerra santa). Seguramente el emperador sabía que en la sura 2, 256 está escrito: «Ninguna constricción en las cosas de la fe». Es una de las suras del periodo inicial en el que Mahoma mismo aún no tenía poder y estaba amenazado. Pero, naturalmente, el emperador conocía también las disposiciones, desarrolladas sucesivamente y fijadas en el Corán, acerca de la guerra santa. Sin detenerse en los particulares, como la diferencia de trato entre los que poseen el «Libro» y los «incrédulos», de manera sorprendentemente brusca se dirige a su interlocutor simplemente con la pregunta central sobre la relación entre religión y violencia, en general, diciendo: «Muéstrame también aquello que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malvadas e inhumanas, como su directiva de difundir por medio de la espada la fe que él predicaba». El emperador explica así minuciosamente las razones por las cuales la difusión de la fe mediante la violencia es algo irracional. La violencia está en contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma. «Dios no goza con la sangre; no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por lo tanto, quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas… Para convencer a un alma razonable no hay que recurrir a los músculos ni a instrumentos para golpear ni de ningún otro medio con el que se pueda amenazar a una persona de muerte…». La afirmación decisiva en esta argumentación contra la conversión mediante la violencia es: no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios. El editor, Theodore Khoury, comenta que para el emperador, como buen bizantino educado en la filosofía griega, esta afirmación es evidente. Para la doctrina musulmana, en cambio, Dios es absolutamente trascendente. Su voluntad no está ligada a ninguna de nuestras categorías, incluso a la de la racionalidad. En este contexto Khoury cita una obra del conocido islamista francés R. Arnaldez, quien revela que Ibh Hazn llega a decir que Dios no estaría condicionado ni siquiera por su misma palabra y que nada lo obligaría a revelarnos la verdad. Si fuese su voluntad, el hombre debería practicar incluso la idolatría. Aquí se abre, en la comprensión de Dios y por lo tanto en la realización concreta de la religión, un dilema que hoy nos plantea un desafío muy directo. La convicción de que actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza de Dios, ¿es solamente un pensamiento griego o es válido siempre por sí mismo? Pienso que en este punto se manifiesta la profunda concordancia entre aquello que es griego en el mejor sentido y aquello que es fe en Dios sobre el fundamento de la Biblia. Modificando el primer verso del Libro del Génesis, Juan comenzó el «Prólogo» de su Evangelio con las palabras: «Al principio era el logos». Es justamente esta palabra la que usa el emperador: Dios actúa con «logos». «Logos» significa tanto razón como palabra, una razón que es creadora y capaz de comunicarse, pero, como razón. Con esto, Juan nos ha entregado la palabra conclusiva sobre el concepto bíblico de Dios, la palabra en la que todas las vías frecuentemente fatigosas y tortuosas de la fe bíblica alcanzan su meta, encontrando su síntesis. En principio era el «logos», y el «logos» es Dios, nos dice el evangelista. El encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad. La visión de San Pablo, ante quien se habían cerrado los caminos de Asia y que, en sueños, vio un macedonio y escuchó su súplica: «¡Ven a Macedonia y ayúdanos!» (Cf. Hechos 16, 6-10), puede ser interpretada como una «condensación» de la necesidad intrínseca de un acercamiento entre la fe bíblica y la filosofía griega. En realidad, este acercamiento ya había comenzado desde hacía mucho tiempo. Ya el nombre misterioso de Dios de la zarza ardiente, que separa a Dios del conjunto de las divinidades con múltiples nombres, afirmando solamente su ser, es, confrontándose con el mito, una respuesta con la que está en íntima analogía el intento de Sócrates de vencer y superar al mito mismo. El proceso iniciado hacia la zarza alcanza, dentro del Antiguo Testamento, una nueva madurez durante el exilio, donde el Dios de Israel, entonces privado de la Tierra y del culto, se presenta como el Dios del cielo y de la tierra, con una simple fórmula que prolonga las palabras de la zarza: «Yo soy». Con este nuevo conocimiento de Dios va al mismo paso una especie de ilustración, que se expresa drásticamente en la mofa de las divinidades que no son más que obra de las manos del hombre (Cf. Salmo 115). De este modo, a pesar de toda la dureza del desacuerdo con los soberanos helenísticos, que querían obtener con la fuerza la adecuación al estilo de vida griego y a su culto idolátrico, la fe bíblica, durante la época helenística, salía interiormente al encuentro de lo mejor del pensamiento griego, hasta llegar a un contacto recíproco que después se dio especialmente en la tardía literatura sapiencial. Hoy nosotros sabemos que la traducción griega del Antiguo Testamento, realizada en Alejandría --la Biblia de los «Setenta»--, es más que una simple traducción del texto hebreo (que hay que evaluar quizá de manera poco positiva): es de por sí un testimonio textual, y un paso específico e importante de la historia de la Revelación, en el cual se ha dado este encuentro que tuvo un significado decisivo para el nacimiento del cristianismo y su divulgación. En el fondo, se trata del encuentro entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión. Partiendo verdaderamente desde la íntima naturaleza de la fe cristiana y, al mismo tiempo, desde la naturaleza del pensamiento helenístico fusionado ya con la fe, Manuel II podía decir: No actuar «con el "logos"» es contrario a la naturaleza de Dios. Honestamente es necesario anotar, que en el tardío Medioevo, se han desarrollado en la teología tendencias que rompen esta síntesis entre espíritu griego y espíritu cristiano. En contraposición al así llamado intelectualismo agustiniano y tomista, con Juan Duns Escoto comenzó un planteamiento voluntarista, que al final llevó a la afirmación de que sólo conoceremos de Dios la «voluntas ordinata». Más allá de ésta existiría la libertad de Dios, en virtud de la cual Él habría podido crear y hacer también lo contrario de todo lo que efectivamente ha hecho. Aquí se perfilan posiciones que, sin lugar a dudas, pueden acercarse a aquellas de Ibn Hazn y podrían llevar hasta la imagen de un Dios-Árbitro, que no está ligado ni siquiera a la verdad y al bien. La trascendencia y la diversidad de Dios se acentúan de una manera tan exagerada, que incluso nuestra razón, nuestro sentido de la verdad y del bien dejan de ser un espejo de Dios, cuyas posibilidades abismales permanecen para nosotros eternamente inalcanzables y escondidas tras sus decisiones efectivas. En contraposicio'n, la fe de la Iglesia se ha atenido siempre a la convicción de que entre Dios y nosotros, entre su eterno Espíritu creador y nuestra razón creada, existe una verdadera analogía, en la que ciertamente las desemejanzas son infinitamente más grandes que las semejanzas --como dice el Concilio Lateranense IV en 1215--, pero que no por ello se llegan a abolir la analogía y su lenguaje. Dios no se hace más divino por el hecho que lo alejemos en un voluntarismo puro e impenetrable, sino que el Dios verdaderamente divino es ese Dios que se ha mostrado como el «logos» y como «logos» ha actuado y actúa lleno de amor por nosotros. Ciertamente el amor «sobre pasa» el conocimiento y es por esto capaz de percibir más que el simple pensamiento (Cf. Efesios 3,19); sin embargo, el amor del Dios-Logos concuerda con el Verbo eterno y con nuestra razón, como añade san Pablo es «lógico» (Cf. Romanos 12, 1). Ese acercamiento recíproco interior, que se ha dado entre la fe bíblica y el interrogarse a nivel filosófico del pensamiento griego, es un dato de importancia decisiva no sólo desde el punto de visa de la historia de las religiones, sino también desde el de la historia universal, un dato que nos afecta también hoy. Considerado este encuentro, no es sorprendente que el cristianismo, no obstante su origen e importante desarrollo en Oriente, haya encontrado su huella históricamente decisiva en Europa. Podemos expresarlo también al contrario: este encuentro, al que se une sucesivamente el patrimonio de Roma, ha creado Europa y permanece como fundamento de aquello que, con razón, se puede llamar Europa. A la tesis, según la cual, el patrimonio griego, críticamente purificado, forma parte integrante de la fe cristiana, se le opone la pretensión de la deshelenización del cristianismo, pretensión que desde el inicio de la edad moderna domina de manera creciente en la investigación teológica. Si se analiza con más detalle, se pueden observar tres oleadas en el programa de la deshelenización: si bien están relacionadas entre sí, en sus motivaciones y en sus objetivos, son claramente distintas la una de la otra. La deshelenización se da primero en el contexto de los postulados fundamentales de la Reforma del siglo XVI. Considerando la tradición de las escuelas teológicas, los reformadores se veían ante a una sistematización de la fe condicionada totalmente por la filosofía, es decir, ante un condicionamiento de la fe desde el exterior, en virtud de una manera de ser que no derivaba de ella. De este modo, la fe ya no parecía como una palabra histórica viviente, sino como un elemento integrado en la estructura de un sistema filosófico. La «sola Scriptura», en cambio, busca la forma pura primordial de la fe, tal y como está presente originariamente en la Palabra bíblica. La metafísica se presenta como un presupuesto derivado de otra fuente, de la que tiene que liberarse la fe para hacer que vuelva a ser ella misma. Kant siguió este programa con una radicalidad que los reformadores no podían prever. De este modo, ancló la fe exclusivamente en la razón práctica, negándole el acceso al todo de la realidad. La teología liberal de los siglos XIX y XX acompaña la segunda etapa del proceso de deshelenización, con Adolf von Harnack, como su máximo representante. Cuando era estudiante y en mis primeros años como docente, este programa influenciaba mucho incluso a la teología católica. Tomó como punto de partida la distinción que Pascal hace entre el Dios de los filósofos y el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. En mi discurso inaugural en Bonn, en 1959, traté de referirme a este asunto. No repetiré aquí lo que dije en aquella ocasión, pero me gustaría describir, al menos brevemente, lo que era nuevo en este proceso de deshelenización. La idea central de Harnack era volver simplemente al hombre Jesús y a su mensaje esencial, sin los añadidos de la teología e incluso de la helenización: Este mensaje esencial era visto como la culminación del desarrollo religioso de la humanidad. Se decía que Jesús puso punto final al culto sustituyéndolo por la moral. En definitiva, se le presentaba como padre de un mensaje moral humanitario. La meta fundamental era hacer que el cristianismo estuviera en armonía con la razón moderna, es decir, liberarle de los elementos aparentemente filosóficos y teológicos, como la fe en la divinidad de Cristo y en Dios uno y trino. En este sentido, la exégesis histórico-crítica del Nuevo Testamento restauró el lugar de la teología en la universidad: Para Harnack, la teología es algo esencialmente histórico y por lo tanto estrictamente científico. Lo que se puede decir críticamente de Jesús, es por así decir, expresión de la razón práctica y consecuentemente se puede aplicar a la Universidad en su conjunto. En el trasfondo se da la autolimitación moderna de la razón, expresada clásicamente en las «críticas» de Kant, que mientras tanto fue radicalizándose ulteriormente por el pensamiento de las ciencias naturales. Este concepto moderno se basa, por decirlo brevemente, en la síntesis entre el platonismo (cartesianismo) y el empirismo, una síntesis confirmada por el éxito de la tecnología. Por un lado presupone la estructura matemática de la materia, y su intrínseca racionalidad, que hace posible entender cómo funciona la materia funciona como es posible usarla eficazmente: esta premisa básica es, por así decirlo, el elemento platónico en el entendimiento moderno de la naturaleza. Por otro lado, se trata de la posibilidad de explotar la naturaleza para nuestros propósitos, y en ese caso sólo la posibilidad de la verificación o falsificación a través de la experimentación puede llevar a la certeza final. El peso entre los dos polos puede, dependiendo de las circunstancias, cambiar de un lado al otro. Un pensador tan positivista como J. Monod declaró que era un convencido platónico. Esto permite que emerjan dos principios que son cruciales para el asunto al que hemos llegado. Primero, sólo la certeza que resulta de la sinergia entre matemática y empirismo puede ser considerada como científica. Lo que quiere ser científico tiene que confrontarse con este criterio. De este modo, las ciencias humanas, como la historia, psicología, sociología y filosofía, trataron de acercarse a este canon científico. Para nuestra reflexión, es importante constatar que el método como tal excluye el problema de Dios, presentándolo como un problema acientífico o precientífico. Pero así nos encontramos ante la reducción del ámbito de la ciencia y de la razón que necesita ser cuestionada. Volveré a tocar el problema después. Por el momento basta tener en cuenta que cualquier intento de la teología por mantener desde este punto de vista un carácter de disciplina «científica» no dejaría del cristianismo más que un miserable fragmento. Pero tenemos que decir más: si la ciencia en su conjunto no es más que esto, el hombre acabaría quedando reducido. De hecho, los interrogantes propiamente humanos, es decir, «de dónde» y «hacia dónde», los interrogantes de la religión y la ética no pueden encontrar lugar en el espacio de la razón común descrita por la «ciencia» entendida de este modo y tienen que ser colocados en el ámbito de lo subjetivo. El sujeto decide entonces, basándose en su experiencia, lo que considera que es materia de la religión, y la «conciencia» subjetiva se convierte en el único árbitro de lo que es ético. De esta manera, sin embargo, la ética y la religión pierden su poder de crear una comunidad y se convierten en un asunto completamente personal. Este es un estado peligroso para los asuntos de la humanidad, como podemos ver en las distintas patologías de la religión y la razón que necesariamente emergen cuando la razón es tan reducida que las preguntas de la religión y la ética ya no interesan. Intentos de construir la ética a partir de las reglas de la evolución o la psicología terminan siendo simplemente inadecuados. Antes de esgrimir las conclusiones a las que todo esto lleva, tengo que referirme brevemente a la tercera etapa de deshelenización, que aún está dándose. A la luz de nuestra experiencia con el pluralismo cultural, con frecuencia se dice en nuestros días que la síntesis con el Helenismo lograda por la Iglesia en sus inicios fue una inculturación preliminar que no debe ser vinculante para otras culturas. Esto se dice para tener el derecho a volver al simple mensaje del Nuevo Testamento anterior a la inculturación, para inculturarlo nuevamente en sus medios particulares. Esta tesis no es falsa, pero es burda e imprecisa. El Nuevo Testamento fue escrito en griego y trae consigo el contacto con el espíritu griego, un contacto que había madurado en el desarrollo precedente del Antiguo Testamento. Ciertamente hay elementos en la proceso formativo de la Iglesia antigua que no deben integrarse en todas las culturas, Sin embargo, las decisiones fundamentales sobre las relaciones entre la fe y el uso de la razón humana son parte de la fe misma, son desarrollos consecuentes con la naturaleza misma de la fe. Y así llego a la conclusión. Este intento, hecho con unas pocas pinceladas, de crítica de la razón moderna a partir de su interior, no significa que hay que regresar a antes de la Ilustración, rechazando las convicciones de la era moderna. Los aspectos positivos de la modernidad deben ser conocidos sin reservas: estamos todos agradecidos por las maravillosas posibilidades que ha abierto para la humanidad y para su progreso que se nos ha dado. La ética científica, además, debe ser obediente a la verdad, y, como tal, lleva una actitud que se refleja en los principios del cristianismo. Mi intención no es el reduccionismo o la crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de razón y su aplicación. Mientras nos regocijamos en las nuevas posibilidades abiertas a la humanidad, también podemos apreciar los peligros que emergen de estas posibilidades y tenemos que preguntarnos cómo podemos superarlas. Sólo lo lograremos si la razón y la fe avanzan juntas de un modo nuevo, si superamos la limitación impuesta por la razón misma a lo que es empíricamente verificable, y si una vez más generamos nuevos horizontes. En este sentido la teología pertenece correctamente a la universidad y está dentro del amplio diálogo de las ciencias, no sólo como una disciplina histórica y ciencia humana, sino precisamente como teología, como una profundización en la racionalidad de la fe. Sólo así podemos lograr ese diálogo genuino de culturas y religiones que necesitamos con urgencia hoy. En el mundo occidental se sostiene ampliamente que sólo la razón positivista y las formas de la filosofía basadas en ella son universalmente válidas. Incluso las culturas profundamente religiosas ven esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón como un ataque a sus más profundas convicciones. Una razón que es sorda a lo divino y que relega la religión al espectro de las subculturas es incapaz de entrar al diálogo con las culturas. Al mismo tiempo, como he tratado de demostrar, la razón científica moderna con sus elementos intrínsecamente platónicos genera una pregunta que va más allá de sí misma, de sus posibilidades y de su metodología. La razón científica moderna tiene que aceptar la estructura racional de la materia y su correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales que actúan en la naturaleza como un dato de hecho, en el que se basa su metodología. Incluso la pregunta ¿por qué esto tiene que ser así? es una cuestión real, que tiene que ser dirigida por las ciencias naturales a otros modos y planos de pensamiento: a la filosofía y la teología. Para la filosofía y, si bien es cierto que de otra forma, para la teología, escuchar a las grandes experiencias y perspectivas de las tradiciones religiosas de la humanidad, de manera particular las de la fe cristiana, es fuente de conocimiento; ignorarla sería una grave limitación para nuestra escucha y respuesta. Aquí recuerdo algo que Sócrates le dijo a Fedón. En conversaciones anteriores, se habían vertido muchas opiniones filosóficas falsas, y por eso Sócrates dice: «Sería más fácilmente comprensible si a alguien le molestaran tanto todas estas falsas nociones que por el resto de su vida desdeñara y se burlara de toda conversación sobre el ser, pero de esta forma estaría privado de la verdad de la existencia y sufriría una gran pérdida». Occidente ha estado en peligro durante mucho tiempo a causa de esta aversión, en la que se basa su racionalidad, y por lo tanto sólo puede sufrir grandemente. Hace falta valentía para comprometer toda la amplitud de la razón y no la negación de su grandeza: este es el programa con el que la teología anclada en la fe bíblica ingresa en el debate de nuestro tiempo. «No actuar razonablemente (con «logos») es contrario a la naturaleza de Dios» dijo Manuel II, de acuerdo al entendimiento cristianos de Dios, en respuesta a su interlocutor persa. En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a encontrar este gran «logos», esta amplitud de la razón. Es la gran tarea de la universidad redescubrirlo constantemente.
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No pocos libros de cristología bien decumentada, y hasta con sello de "progre", han defendido acertadamente lo que, con razón, se calificado como una cristología "ascendente". El acontecimiento culminante de esra cristología es la resurrección, a partir de la cual, Jesús "fue constituido Hijo de Dios en plena fuerza" (Rom 1, 4). Esta formulación de san Pablo ha sido interpretada por la cristología ascendente en el sentido de que el hombre Jesús de Nazaret, a partir de la resurrección entró en el ámbito de "lo divino". Y entonces, ¿"lo humano"?
Muchos creyentes han tenido, y tienen la tentación, de ver al Resucitado como "plenamente divino". Pero, ¿sigue siendo "plenamente humano"? En teoría, y según la fórmula dogmática del concilio de Calcedonia, sin duda alguna, Jesúcristo es "perfecto en la humanidad". Pero yo no sé lo que pasa, pero el hecho es que son demasiados los cristianos que al Resucitado lo ven más divino que humano. Lo que justifica una teología, un a fe y una Iglesia, que, fiel al Resucitado, anda más por las nubel del cielo que por los problemas, penas y alegría que los mortales vivimos en la tierra. Aquí estamos tocando uno de los asuntos que han arruinado la fe de mucha gente y no pocos comportamientos de la Iglesia y sus jerarquías. Pues bien, estando así las cosas, lo que aquí quiero dejar claro es que Jesús, precisamente a partir de la resurrección, se nos muestra en los relatos de los evangelios "más humano" que cuando andaba por el mundo "como uno de tantos" (Fil 2, 7). No exagero. La humanidad del Resucitado resulta más patente y entrañable que la del Jesús Histórico. Sabemos que los relatos de las apariciones del Resucitado presentan no pocos problemas históricos, ya que lo que nos cuentan son las experiencias que tuvieron los primeros testigos de la resurrección. De todas maneras, y en cualquier caso, hay dos datos que se destacan esos relatos: 1) La relación preferente de Jesús con las mujeres. 2) La importancia de las comidas cuando se trata de conocer y reconocer a Jesús. En efecto, a quienes primero se aparece el Resucitado no es a los apóstoles, sino a las mujeres, que son las que madrugan para ir al sepulcro, las que abrazan a Jesús y dan muestras de una singular familiaridad con él. Y en cuanto a las comidas, los evangelios repiten que es Jesús el que pide comer con los discípulos, el que se da a conocer precisamente al "partir el pan", el que les prepara a los discípulos el desayuno en la playa. La resurreción de Jesús, cuando con más argumentos podemos hablar de su "divinización", precisamente a partir de ese acontecimiento es cuando, con más argumentos, podemos hablar de su entrañable "humanización". Los hombres de Iglesia se equivocan cuando se comportan de manera que, amparados en no sé qué fe en el Resucitado y en su "divinidad", se comportan con poca, muy poca, "humanidad". Y no se dan cuenta de que una presunta "divinidad" que justifica comportamientos "poco humanos", eso no es, ni puede ser, "divino". Y es que ya estamos demasiado cansados de que, en nombre de Dios y del poder divino, se recorten o anulen derechos humanos. O se le presente a la gente el asunto de Dios de forma que hace muy desagdable "lo religioso", "lo espiritual", "lo divino". ¿Veremos el día en que la Iglesia entera se convenza de que "lo humano" no pude estar en conflcito con "lo divino"? ¿No se dan cuenta los clérigos del daño que le hacen a "lo divino" precisamente por causa de lo mal que tratan muchas veces a "lo humano"? “Ratzinger es rehén de una visión conservadora y reaccionaria del cristianismo”
El teólogo de la liberación brasileño Leonardo Boff criticó duramente al Papa Benedicto XVI en una entrevista que publica hoy el diario alemán “Süddeutsche Zeitung” con motivo del quinto aniversario del pontificado del alemán Joseph Ratzinger. “Tiene mucho miedo. Tendría que creer más en el espíritu que en las tradiciones y doctrinas. Mis declaraciones de 2005 siguen en pie. Durante sus épocas a cargo de la Congregación de la Doctrina de la Fe, Ratzinger condenó a más de cien teólogos. Nunca comprendió la teología de la liberación, sometió a su control a muchas conferencias episcopales”, señaló. “Los cinco años de su pontificado están caracterizados por los conflictos: con los musulmanes, los judíos, las iglesias no católicas a las que les deniega la calidad de iglesias, con la iglesia anglicana, los seguidores de Lefebvre, las mujeres, los homosexuales”, sostuvo Boff, uno de los fundadores de la teología de la liberación en los años 60 y 70 y autor de más de 40 libros, reseñó DPA. El brasileño, de 71 años, renunció en 1992 al sacerdocio tras ser sancionado en varias ocasiones por el Vaticano por sus críticas a la iglesia. Boff dijo que intentó convencer sin éxito al entonces prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe de la necesidad de que la Iglesia se ocupase de los desamparados. “Pero todo fue en vano. No ha cambiado, sino que está peor”, sentenció. Para Boff, el Papa Ratzinger es rehén de una visión conservadora y reaccionaria del cristianismo, lo que le impide efectuar reformas fundamentales. “No puede dejar el papel de maestro y sentirse pastor. Le falta casi todo, y especialmente carisma”. El brasileño echó en cara a Benedicto falta de comprensión de la teología de la liberación. “La teología de la liberación se ha convertido en una obsesión para este Papa. A finales de marzo volvió a criticar ante los obispos del sur de Brasil la teología marxista de la liberación. Pero esta teología solo existe en su cabeza y no en la realidad. Le está pegando a un perro muerto. Desde la caída del Muro de Berlín que nadie habla de marxismo en la teología de la liberación”. Boff también fue muy crítico con el manejo de la Iglesia de los casos de abuso sexual registrados en varios países. Según sus palabras, la jerarquía católica intentó esconder los hechos para no perder credibilidad. “Esta actitud es falsa y farisea. La pedofilia es un crimen que debe ser llevado ante los tribunales”. A juicio de Boff, el Vaticano intenta separar el tema de la pedofilia del celibato. “El celibato está fuera de la discusión porque delata mucho de la estructura de la Iglesia. (La Iglesia) es una comunidad religiosa totalitaria, autoritaria, centralizada y monosexual, porque sólo pueden servirla hombres célibes”. Joseph Ratzinger, ahora Benedicto XVI, y yo fuimos entre 1962 1965 los dos teólogos más jóvenes del concilio. Ahora, ambos somos los más ancianos y los únicos que siguen plenamente en activo. Yo siempre he entendido también mi labor teológica como un servicio a la Iglesia. Por eso, preocupado por esta nuestra Iglesia, sumida en la crisis de confianza más profunda desde la Reforma, os dirijo una carta abierta en el quinto aniversario del acceso al pontificado de Benedicto XVI. No tengo otra posibilidad de llegar a vosotros.
Aprecié mucho que el papa Benedicto, al poco de su elección, me invitara a mí, su crítico, a una conversación de cuatro horas, que discurrió amistosamente. En aquel momento, eso me hizo concebir la esperanza de que Joseph Ratzinger, mi antiguo colega en la Universidad de Tubinga, encontrara a pesar de todo el camino hacia una mayor renovación de la Iglesia y el entendimiento ecuménico en el espíritu del Concilio Vaticano II. Mis esperanzas, y las de tantos católicos y católicas comprometidos, desgraciadamente no se han cumplido, cosa que he hecho saber al papa Benedicto de diversas formas en nuestra correspondencia. Sin duda, ha cumplido concienzudamente sus cotidianas obligaciones papales y nos ha obsequiado con tres útiles encíclicas sobre la fe, la esperanza y el amor. Pero en lo tocante a los grandes desafíos de nuestro tiempo, su pontificado se presenta cada vez más como el de las oportunidades desperdiciadas, no como el de las ocasiones aprovechadas: - Se ha desperdiciado la oportunidad de un entendimiento perdurable con los judíos: el Papa reintroduce la plegaria preconciliar en la que se pide por la iluminación de los judíos y readmite en la Iglesia a obispos cismáticos notoriamente antisemitas, impulsa la beatificación de Pío XII y sólo se toma en serio al judaísmo como raíz histórica del cristianismo, no como una comunidad de fe que perdura y que tiene un camino propio hacia la salvación. Los judíos de todo el mundo se han indignado con el predicador pontificio en la liturgia papal del Viernes Santo, en la que comparó las críticas al Papa con la persecución antisemita. - Se ha desperdiciado la oportunidad de un diálogo en confianza con los musulmanes; es sintomático el discurso de Benedicto en Ratisbona, en el que, mal aconsejado, caricaturizó al islam como la religión de la violencia y la inhumanidad, atrayéndose así la duradera desconfianza de los musulmanes. - Se ha desperdiciado la oportunidad de la reconciliación con los pueblos nativos colonizados de Latinoamérica: el Papa afirma con toda seriedad que estos "anhelaban" la religión de sus conquistadores europeos. - Se ha desperdiciado la oportunidad de ayudar a los pueblos africanos en la lucha contra la superpoblación, aprobando los métodos anticonceptivos, y en la lucha contra el sida, admitiendo el uso de preservativos. - Se ha desperdiciado la oportunidad de concluir la paz con las ciencias modernas: reconociendo inequívocamente la teoría de la evolución y aprobando de forma diferenciada nuevos ámbitos de investigación, como el de las células madre. - Se ha desperdiciado la oportunidad de que también el Vaticano haga, finalmente, del espíritu del Concilio Vaticano II la brújula de la Iglesia católica, impulsando sus reformas. Este último punto, estimados obispos, es especialmente grave. Una y otra vez, este Papa relativiza los textos conciliares y los interpreta de forma retrógrada contra el espíritu de los padres del concilio. Incluso se sitúa expresamente contra el concilio ecuménico, que según el derecho canónico representa la autoridad suprema de la Iglesia católica: - Ha readmitido sin condiciones en la Iglesia a los obispos de la Hermandad Sacerdotal San Pío X, ordenados ilegalmente fuera de la Iglesia católica y que rechazan el concilio en aspectos centrales. - Apoya con todos los medios la misa medieval tridentina y él mismo celebra ocasionalmente la eucaristía en latín y de espaldas a los fieles. - No lleva a efecto el entendimiento con la Iglesia anglicana, firmado en documentos ecuménicos oficiales (ARCIC), sino que intenta atraer a la Iglesia católico-romana a sacerdotes anglicanos casados renunciando a aplicarles el voto de celibato. - Ha reforzado los poderes eclesiales contrarios al concilio con el nombramiento de altos cargos anticonciliares (en la Secretaría de Estado y en la Congregación para la Liturgia, entre otros) y obispos reaccionarios en todo el mundo. El Papa Benedicto XVI parece alejarse cada vez más de la gran mayoría del pueblo de la Iglesia, que de todas formas se ocupa cada vez menos de Roma y que, en el mejor de los casos, aún se identifica con su parroquia y sus obispos locales. Sé que algunos de vosotros padecéis por el hecho de que el Papa se vea plenamente respaldado por la curia romana en su política anticonciliar. Esta intenta sofocar la crítica en el episcopado y en la Iglesia y desacreditar por todos los medios a los críticos. Con una renovada exhibición de pompa barroca y manifestaciones efectistas cara a los medios de comunicación, Roma trata de exhibir una Iglesia fuerte con un "representante de Cristo" absolutista, que reúne en su mano los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Sin embargo, la política de restauración de Benedicto ha fracasado. Todas sus apariciones públicas, viajes y documentos no son capaces de modificar en el sentido de la doctrina romana la postura de la mayoría de los católicos en cuestiones controvertidas, especialmente en materia de moral sexual. Ni siquiera los encuentros papales con la juventud, a los que asisten sobre todo agrupaciones conservadoras carismáticas, pueden frenar los abandonos de la Iglesia ni despertar más vocaciones sacerdotales. Precisamente vosotros, como obispos, lo lamentaréis en lo más profundo: desde el concilio, decenas de miles de obispos han abandonado su vocación, sobre todo debido a la ley del celibato. La renovación sacerdotal, aunque también la de miembros de las órdenes, de hermanas y hermanos laicos, ha caído tanto cuantitativa como cualitativamente. La resignación y la frustración se extienden en el clero, precisamente entre los miembros más activos de la Iglesia. Muchos se sienten abandonados en sus necesidades y sufren por la Iglesia. Puede que ese sea el caso en muchas de vuestras diócesis: cada vez más iglesias, seminarios y parroquias vacíos. En algunos países, debido a la carencia de sacerdotes, se finge una reforma eclesial y las parroquias se refunden, a menudo en contra de su voluntad, constituyendo gigantescas "unidades pastorales" en las que los escasos sacerdotes están completamente desbordados. Y ahora, a las muchas tendencias de crisis todavía se añaden escándalos que claman al cielo: sobre todo el abuso de miles de niños y jóvenes por clérigos -en Estados Unidos, Irlanda, Alemania y otros países- ligado todo ello a una crisis de liderazgo y confianza sin precedentes. No puede silenciarse que el sistema de ocultamiento puesto en vigor en todo el mundo ante los delitos sexuales de los clérigos fue dirigido por la Congregación para la Fe romana del cardenal Ratzinger (1981-2005), en la que ya bajo Juan Pablo II se recopilaron los casos bajo el más estricto secreto. Todavía el 18 de mayo de 2001, Ratzinger enviaba un escrito solemne sobre los delitos más graves (Epistula de delitos gravioribus) a todos los obispos. En ella, los casos de abusos se situaban bajo el secretum pontificium, cuya vulneración puede atraer severas penas canónicas. Con razón, pues, son muchos los que exigen al entonces prefecto y ahora Papa un mea culpa personal. Sin embargo, en Semana Santa ha perdido la ocasión de hacerlo. En vez de ello, el Domingo de Ramos movió al decano del colegio cardenalicio a levantar urbi et orbe testimonio de su inocencia. Las consecuencias de todos estos escándalos para la reputación de la Iglesia católica son devastadoras. Esto es algo que también confirman ya dignatarios de alto rango. Innumerables curas y educadores de jóvenes sin tacha y sumamente comprometidos padecen bajo una sospecha general. Vosotros, estimados obispos, debéis plantearos la pregunta de cómo habrán de ser en el futuro las cosas en nuestra Iglesia y en vuestras diócesis. Sin embargo, no querría bosquejaros un programa de reforma; eso ya lo he hecho en repetidas ocasiones, antes y después del concilio. Sólo querría plantearos seis propuestas que, es mi convicción, serán respaldadas por millones de católicos que carecen de voz. 1. No callar: en vista de tantas y tan graves irregularidades, el silencio os hace cómplices. Allí donde consideréis que determinadas leyes, disposiciones y medidas son contraproducentes, deberíais, por el contrario, expresarlo con la mayor franqueza. ¡No enviéis a Roma declaraciones de sumisión, sino demandas de reforma! 2. Acometer reformas: en la Iglesia y en el episcopado son muchos los que se quejan de Roma, sin que ellos mismos hagan algo. Pero hoy, cuando en una diócesis o parroquia no se acude a misa, la labor pastoral es ineficaz, la apertura a las necesidades del mundo limitada, o la cooperación mínima, la culpa no puede descargarse sin más sobre Roma. Obispo, sacerdote o laico, todos y cada uno han de hacer algo para la renovación de la Iglesia en su ámbito vital, sea mayor o menor. Muchas grandes cosas en las parroquias y en la Iglesia entera se han puesto en marcha gracias a la iniciativa de individuos o de grupos pequeños. Como obispos, debéis apoyar y alentar tales iniciativas y atender, ahora mismo, las quejas justificadas de los fieles. 3. Actuar colegiadamente: tras un vivo debate y contra la sostenida oposición de la curia, el concilio decretó la colegialidad del Papa y los obispos en el sentido de los Hechos de los Apóstoles, donde Pedro tampoco actuaba sin el colegio apostólico. Sin embargo, en la época posconciliar los papas y la curia han ignorado esta decisión central del concilio. Desde que el papa Pablo VI, ya a los dos años del concilio, publicara una encíclica para la defensa de la discutida ley del celibato, volvió a ejercerse la doctrina y la política papal al antiguo estilo, no colegiado. Incluso hasta en la liturgia se presenta el Papa como autócrata, frente al que los obispos, de los que gusta rodearse, aparecen como comparsas sin voz ni voto. Por tanto, no deberíais, estimados obispos, actuar solo como individuos, sino en comunidad con los demás obispos, con los sacerdotes y con el pueblo de la Iglesia, hombres y mujeres. 4. La obediencia ilimitada sólo se debe a Dios: todos vosotros, en la solemne consagración episcopal, habéis prestado ante el Papa un voto de obediencia ilimitada. Pero sabéis igualmente que jamás se debe obediencia ilimitada a una autoridad humana, solo a Dios. Por tanto, vuestro voto no os impide decir la verdad sobre la actual crisis de la Iglesia, de vuestra diócesis y de vuestros países. ¡Siguiendo en todo el ejemplo del apóstol Pablo, que se enfrentó a Pedro y tuvo que "decirle en la cara que actuaba de forma condenable" (Gal 2, 11)! Una presión sobre las autoridades romanas en el espíritu de la hermandad cristiana puede ser legítima cuando estas no concuerden con el espíritu del Evangelio y su mensaje. La utilización del lenguaje vernáculo en la liturgia, la modificación de las disposiciones sobre los matrimonios mixtos, la afirmación de la tolerancia, la democracia, los derechos humanos, el entendimiento ecuménico y tantas otras cosas sólo se han alcanzado por la tenaz presión desde abajo. 5. Aspirar a soluciones regionales: es frecuente que el Vaticano haga oídos sordos a demandas justificadas del episcopado, de los sacerdotes y de los laicos. Con tanta mayor razón se debe aspirar a conseguir de forma inteligente soluciones regionales. Un problema especialmente espinoso, como sabéis, es la ley del celibato, proveniente de la Edad Media y que se está cuestionando con razón en todo el mundo precisamente en el contexto de los escándalos por abusos sexuales. Una modificación en contra de la voluntad de Roma parece prácticamente imposible. Sin embargo, esto no nos condena a la pasividad: un sacerdote que tras madura reflexión piense en casarse no tiene que renunciar automáticamente a su estado si el obispo y la comunidad le apoyan. Algunas conferencias episcopales podrían proceder con una solución regional, aunque sería mejor aspirar a una solución para la Iglesia en su conjunto. Por tanto: 6. Exigir un concilio: así como se requirió un concilio ecuménico para la realización de la reforma litúrgica, la libertad de religión, el ecumenismo y el diálogo interreligioso, lo mismo ocurre en cuanto a solucionar el problema de la reforma, que ha irrumpido ahora de forma dramática. El concilio reformista de Constanza en el siglo previo a la Reforma acordó la celebración de concilios cada cinco años, disposición que, sin embargo, burló la curia romana. Sin duda, esta hará ahora cuanto pueda para impedir un concilio del que debe temer una limitación de su poder. En todos vosotros está la responsabilidad de imponer un concilio o al menos un sínodo episcopal representativo. La apelación que os dirijo en vista de esta Iglesia en crisis, estimados obispos, es que pongáis en la balanza la autoridad episcopal, revalorizada por el concilio. En esta situación de necesidad, los ojos del mundo están puestos en vosotros. Innúmeras personas han perdido la confianza en la Iglesia católica. Para recuperarla sólo valdrá abordar de forma franca y honrada los problemas y las reformas consecuentes. Os pido, con todo el respeto, que contribuyáis con lo que os corresponda, cuando sea posible en cooperación con el resto de los obispos; pero, si es necesario, también en solitario, con "valentía" apostólica (Hechos 4, 29-31). Dad a vuestros fieles signos de esperanza y aliento y a nuestra iglesia una perspectiva. Os saluda, en la comunión de la fe cristiana, Hans Küng. Traducción: Jesús Alborés Rey Como sin duda saben ya muchas de las personas que visitan este blog, el conocido teólogo Hans Küng acaba de publicar una carta abierta a los obispos católicos de todo el mundo. En ella, el Profesor Küng hace un análisis severo del pontificado de Benedicto XVI, en el quinto aniversario del acceso del cardenal Ratzinger al papado. Es de suponer que esta carta va a tener una amplia divulgación, y será motivo de numerosos comentarios y debates en las próximas fechas.
Así las cosas, lo primero que quiero afirmar, sin titubeos ni reticencias, es que estoy completamente de acuerdo con el contenido de la carta del H. Küng. Y no sólo con el contenido, sino además con la forma de expresarlo. Se trata de un documento que expresa una gran estima por la Iglesia y a la Iglesia, al igual que un notable respeto hacia el episcopado. Lo que es tanto como afirmar una profunda fe en Dios, en Jesucristo y en el Evangelio, todo ello en comunión de fe con la Iglesia entera. Me parece que, en este momento, es de suma importancia tener muy claro que el amor a la Iglesia no se reduce ni se concentra en el amor al papa. Ni enjuiciar los fallos que el papa tiene, o puede tener, es actuar en contra de la fe católica y apostólica. El papa es infalible solamente cuando pronuncia, en comunión con la fe de la Iglesia, una definición dogmática. De ahí que el papa merece nuestro respeto y obediencia, como cabeza del Colegio Episcopal, siempre que, fiel al Evangelio, gestiona el gobierno de la Iglesia de acuerdo con la tradición cristiana. Pero igualmente tenemos que saber que, fuera del caso excepcional de una definición dogmática, todo lo que hace el papa, o lo que decide la curia vaticana, puede y debe ser objeto de disenso y crítica, cuando estamos viendo - como viene ocurriendo durante este pontificado - que en la Iglesia se hacen y se toleran cosas que escandalizan a la gente, que desprestigian la autoridad de la Iglesia ante la opinión pública, y son motivo de que cada día aumente el número de personas que abandonan la fe en Dios o se alejan de la Iglesia. En estas circunstacias, como bien dice el Profesor Küng, callarse es hacerse cómplice de lo que está sucediendo. Es un hecho que, en la Iglesia, se ha impuesto con más fuerza la obediencia incondicional que la libertad cristiana; de la misma manera que ha prevalecido la sumisión por encima de la responsabilidad. La mentalidad sumisa es una de las características que más se notan en grandes sectores de la población creyente entre los católicos. Seguir callándonos sumisamente ante tantos despropósitos y situaciones escandalosas, como estamos viendo y viviendo, es un asunto muy grave que cada cual debe examinar en su conciencia. Pero no basta hablar. Además de hablar, hay que actuar. Todos podemos tomar decisiones, en las parroquias, en las comunidades eclesiales, en los movimientos y grupos cristianos. Para intervenir, cada cual dentro de sus posibilidades, ante nuestros obispos y párrocos, para que se tomen las medidas pertinentes en orden a modificar la actual gestión de la Iglesia, de su liturgia, de su pastoral, de su catequesis. Nadie puede excusarse alegando que no se puede hacer nada. Y, menos aún, echando mano de argumentos teológicos que no tienen valor. Porque el valor supremo, para un seguidor de Jesucristo, no es la obediencia, sino el seguimiento de Jesús, que fue el primero en darnos ejemplo de desobediencia a autoridades religiosas que actuaban de forma que alejaban a la gente de la debida estima hacia la religión y hacia el Dios y Padre de Jesucristo. Hay un motivo que no podemos callar en este momento: la crisis económica y política mundial está agravando la situación desesperada de más de mil millones de seres humanos que se ven abocados a una muerte cada día más cruel y más cercana. Así las cosas, seguramente el mayor escándalo de la Iglesia, en este momento, es su pasividad, no a la hora de hablar, sino a la hora de actuar ante los poderes económicos y políticos para que se ponga remedio a este estado de cosas. La Iglesia da la impresión de estar más preocupada por ella misma y por su propio prestigio que por el sufrimiento de tantas criaturas indefensas y excluidas. Es urgente que la Iglesia afronte este problema, antes que nada, replanteando su teología, para que ésta no siga callándose ante la cruel situación de sufrimiento extremo en que vive nuestro mundo. Por último, dada la situación excepcional en que se ve la Iglesia católica en este momento, no parece fuera de lugar pedir que el papa Benedicto XVI dimita de su cargo y deje paso a un hombre más joven que, desde otra mentalidad teológica, gestione lo antes posible la convocatoria de un concilio ecuménico o, al menos, la celebración de sínodos regionales o nacionales, en orden a buscar caminos de solución a la presente crisis eclesial. Con todo el respeto que merece el actual obispo de Roma, Benedicto XVI, deberíamos insistir en afirmar nuestra fe y adhesión a la Iglesia. Porque nos importa y la queremos; y porque queremos el mayor bien para ella, por eso pedimos insistentemente al Señor que ilumine a quienes tienen la responsabilidad más directa en esta Iglesia, para busquen los caminos más eficaces de solución al presente y lamentable estado de cosas que estamos viviendo y padeciendo. Insisto, de nuevo, en que estoy enteramente de acuerdo con el reciente escrito de Hans Küng. Y, consciente de la seriedad del tema, me hago responsable de cuanto he dicho y defiendo en esta entrada de mi blog. Entre el 5 y el 8 de abril del presente año, el Estado de Rio de Janeiro (la ciudad y otras vecinas, especialmente Niterói) conoció la mayor inundación de los últimos 48 años. Hubo grandes inundaciones en las calle principales, deslizamientos de laderas, ascenso de un metro y medio del nivel de la Laguna Rodrigo de Freitas, provocada en parte por la marea alta que impidió el desagüe de las aguas pluviales. Lo más terrible fue la muerte de centenares de personas, enterradas por toneladas de tierra, árboles, piedras y basura. Tres parecen ser las principales causas que originaron esta tragedia, que de tiempo en tiempo se abate sobre la ciudad, encantadora por su paisaje que combina mar, montaña y bosque, y por su población alegre y acogedora. La primera son las inundaciones propiamente dichas, típicas de estas áreas subtropicales. Pero con un agravante, que es el calentamiento planetario. La tragedia de Rio debe ser analizada en el contexto de otras que han ocurrido en el sur del país, con huracanes y lluvias prolongadas con enormes corrimientos de tierras y centenares de víctimas, y en la ciudad de São Paulo, que sufrió durante más de un mes inundaciones que dejaron barrios enteros ininterrumpidamente debajo de las aguas. Algunos analistas hablan de cambios en los ciclos hidrológicos causados por el calentamiento de las aguas del Atlántico, como ya ocurre en el Pacífico. Este cuadro tenderá a repetirse con más frecuencia y hasta con más intensidad a medida que el calentamiento planetario se vaya agravando. La tragedia climática trajo a la luz la tragedia social vivida por las poblaciones más necesitadas. Ésta es la segunda causa. Hay más de 500 favelas (comunidades pobres), colgadas en las laderas de las montañas que serpentean la ciudad. No es que ellas tengan la culpa de los deslizamientos de tierras, como señalaba el gobernador. La gente vive en estas zonas de riesgo porque simplemente no tiene adonde ir. Hay una notable insensibilidad general hacia los pobres, fruto del elitismo de nuestra tradición colonial y esclavista. El Estado está organizado no para atender a toda a la población, sino principalmente a las clases acomodadas. Nunca ha habido una política pública consistente que incluyese a las favelas como parte de la ciudad y, por tanto, las urbanizase, garantizándoles habitación segura, infraestructura de alcantarillado, agua y luz y, no en último lugar, transporte. Siempre ha habido políticas pobres para los pobres, que son la gran mayoría de la población, y políticas ricas para los ricos. La consecuencia de esta desatención se revela en los desastres que acaban con la vida de centenares de personas. La tercera causa es la que yo llamaría falta de «profetas de la ecología». Observando la calles y avenidas inundadas se veía flotando sobre las aguas todo tipo de basura, sacos llenos de desperdicios, botellas de plástico, cajas de madera, y hasta sofás y armarios. Es decir, la población no había incorporado una actitud ecológica mínima de cuidar la basura que produce. Esa basura taponó las alcantarillas y otros sumideros de las aguas pluviales, lo que provocó la subida repentina de las aguas torrenciales y la lentitud de su evacuación. Porto Alegre, en el Estado de Rio Grande del Sur, nos ofrece un buen ejemplo. Bajo la orientación de un hermano marista, Antônio Cecchin, que viene trabajando desde hace años en los medios pobres que hay alrededor de la ciudad, se organizó la instalación de centenares de recogedores de basura. Hizo levantar unos veinte grandes galpones cerca del centro, en la punta de la Isla Grande de los Marineros, donde la basura se selecciona, se limpia y se vende a diferentes fábricas que la reutilizan. Hizo tomar conciencia a los basureros de que con su trabajo están ayudando a mantener la ciudad limpia para que sea un lugar en el que se pueda vivir con alegría. Con orgullo los basureros escribieron con grandes letras, detrás de cada carrito, su título de dignidad: «Profetas de la Ecología». Asumieron como ideal las palabras de uno de nuestros mayores ecologistas, José Lutzenberger: «Un sólo basurero hace más por el medio ambiente en Brasil que el propio ministro del medio ambiente«. Si existiesen estos «profetas de la ecología» en el Estado de Río de Janeiro, las inundaciones serían menos avasalladoras y se salvarían centenares de vidas.
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