En los evangelios se relatan dos episodios tremendos, que se nos suelen pasar desapercibidos, pero que dan mucho que pensar. Herodes, en una noche de fiesta y juerga, degolló a Juan Bautista (Mc 6, 14-29 par). Pilatos, sin saber por qué, mandó asesinar a unos galileos que ofrecían un “sacrificio” (Lc 13, 1-5). Herodes y Pilatos, dos criminales sin entrañas, dueños de la vida y de la muerte de sus súbditos, de acuerdo con las conveniencias del poder político, tal como este poder se ejercía en la Antigüedad.
Según los evangelios, esto es lo que hacían los políticos en tiempos de Jesús. Atrocidades que (sin pensarlo mucho) ahora nos parecen cosas de otros tiempos y, por supuesto, intolerables. Sin embargo, a mí por lo menos, hay algo en estos relatos que me resulta más chocante. No me refiero a lo que dicen los dos relatos criminales, que acabo de mencionar. Estoy pensando en lo que no dicen esos relatos tan injustos, tan sanguinarios, tan brutales. ¿A qué me refiero? Jesús se enteró de ambas noticias. Y no protestó. Ni denunció ante el pueblo lo que aquella pobre gente tenía que soportar y el peligro constante que les amenazaba. Al menos, en los evangelios no se dice ni palabra del enfrentamiento y la denuncia profética, que, a juicio de una conciencia honesta, se tendría que haber hecho, con libertad y valentía, por aquellas atrocidades injustificables. ¿Jesús fue cobarde? ¿Fue incoherente? ¿Se hizo cómplice, con su silencio, de aquella política criminal? No. Y mil veces “No”. Protestar dónde y cuándo “se tiene derecho a protestar” es exactamente lo mismo que perder el tiempo. Los que mandaban entonces –y los que mandan ahora– sabían entonces y saben ahora que los manifestantes, que tienen derecho a manifestarse, no les quitan el sueño, ni les van a obligar a portarse como gente honesta. Porque la honestidad (para los que mandan) consiste precisamente en permitir “lo que está permitido”, que es “manifestarse”. Y es que, volviendo al Evangelio, la “causa de Jesús” no estuvo en lo que dijo (o dejó de decir) ante Herodes, ante Pilatos o ante la gente. El problema está en lo que hacemos y decimos ante los “hombres de la religión”, ante los que han hecho de la religión el “instrumento de poder” más oculto y más eficaz. Precisamente cuando todo el mundo piensa que la religión está en crisis. Está en crisis lo que dicen los curas. Lo que no está en crisis es lo que se callan los “hombres de la religión”. Los que han hecho del Evangelio una religión. Es decir, han convertido el “anhelo de justicia” (eso es el Evangelio) en “anhelo de poder” (eso es la religión). Es el anhelo que todos tenemos y en el que tiene su consistencia el sistema. Por eso el sistema sabe que a la religión no se le toca. Y esa fue, ni más ni menos, la tentación suprema que superó Jesús (Mt 4, 8-10 par). El Evangelio va por otro camino. Exactamente el camino opuesto. Por eso Jesús nació en un pesebre y murió colgado de un palo, la cruz de los más indeseables. Y si ese era su proyecto, ¿de qué podía servir decirles a Herodes y a Pilatos que eran criminales? Lo que Jesús le dijo a la gente, cuando se enteró del crimen de Pilatos, no fue gritar que tenía que cambiar el gobernante tirano, sino afirmar que quienes tenían que cambiar eran los gobernados sumisos: “si no cambiáis de vida, vais a terminar todos igual” (Lc 13, 3). La sociedad no se arregla cambiando a los políticos, sino cambiándonos nosotros, los que vivimos anhelando, no la justicia que necesita el mundo, sino la sumisión al que nos manda lo que más nos gusta.
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Es un hecho, suficientemente conocido, que el papa Francisco, está encontrando numerosas y, a veces, fuertes resistencias que provienen, no de los tradicionales enemigos de la Iglesia, sino precisamente y de manera sorprendente de sectores importantes del clero. Resistencias que inevitablemente se contagian a no pocos seglares, que se distancian de la Iglesia o desconfían del papa Francisco y sus enseñanzas.
Sea lo que sea de este asunto, no cabe duda que las relaciones del papa Francisco con el clero no son siempre fluidas y sencillas. Este papa ha criticado no pocos comportamientos de hombres del clero, sin reparar en cargos, dignidades y comportamientos de los "hombres de Iglesia" que, en no pocos casos, han puesto al descubierto asuntos turbios o incluso escandalosos. ¿No sería mejor ocultar -o intentar ocultar- determinadas conductas que, al hacerse públicas, escandalizan a la gente y hacen daño a creyentes y no creyentes? No cabe duda que este papa quiere cambiar muchas cosas. Como el mismo papa ha dicho, hace pocos días, "esto va en serio". Hasta llegar a donde sea preciso. Hasta las últimas consecuencias. Y ¿cuál sería la última de esas consecuencias? Pues, si es que vamos hasta el fondo y sin miedos, creo que ha llegado el momento de afrontar una pregunta que posiblemente nos asusta: ¿estamos seguros de que Dios quiere que en la Iglesia exista un clero como el que tenemos? La palabra "clero" no aparece en el Nuevo Testamento. Ese término lo introdujeron algunos escritores cristianos seguramente, en el s. III. Como es sabido, la palabra clero viene del griego kleros, que significa "lote", en el sentido de "herencia". De ahí que "clero" se entendió como grupo o conjunto de personas "privilegiadas" o exentas de cargas fiscales y otras obligaciones, que se concedieron a la Iglesia, sobre todo a partir del año 313, con motivo de la llamada conversión del emperador Constantino (Peter Brown, Por el ojo de una aguja, Barcelona, Acantilado, 2016, 103-104). En concreto, los "privilegiados" fueron los dirigentes de la Iglesia. Dicho brevemente, el "clero" se volvió distinguido porque era privilegiado. Así ha sido desde el s. IV. Y así lo sigue siendo. Sin embargo, si algo hay claro en los evangelios, es que Jesús no quiso ni privilegios, ni privilegiados en su comunidad de "seguidores" y discípulos. A esto se opuso Jesús, de forma tajante, cuando dos de sus discípulos, Santiago y Juan, pretendieron los primeros puestos (Mc 10, 35-46; Mt 20, 20-28). Y, sobre todo, en la Cena de despedida, Jesús les impuso a sus apóstoles el ejemplo de vida que tenían que llevar: lavar los pies a los demás (Jn 13, 12-15). Lo que era decirles que tenían que ir por la vida, no precisamente como privilegiados, sino como esclavos al servicio de los otros. Pero ocurrió que, con el paso del tiempo, las cosas cambiaron. Fue entre los siglos IV y VI, cuando obispos y clérigos alcanzaron posiciones de privilegio, enormes riquezas y condiciones que llevaron a aquellos hombres a ser los grandes señores de Occidente. Al decir esto, no pretendo ni insinuar que los clérigos de hoy sean "grandes señores". No lo son. Pero sí ocurre, no pocas veces, que encuentra uno "hombres de Iglesia" que en realidad lo que buscan en la vida es más "instalarse" en este mundo que "seguir a Jesús", con todas sus consecuencias. ¿Se puede asegurar que Jesús quiso una Iglesia dividida y separada en dos categorías de cristianos, "clérigos" con poderes y dignidades los unos, "laicos" sumisos y profanos, los otros? Por supuesto, así se ha mantenido sólidamente la religión, sus templos y sus liturgias. Pero, a partir de semejante división, ¿hemos vivido y vivimos mejor el Evangelio? ¿Somos así mejores "seguidores de Jesús"? El "clero", tal como lo tenemos y tal como funciona, no fue un invento de Jesús el Señor. Lo inventó el egoísmo humano. Ni pertenece a la "Fe divina y católica" que la Iglesia tenga que estar dividida así. En la Iglesia puede haber ministros del Señor, testigos del Evangelio y personas responsables de las comunidades cristianas, que cumplan tales funciones sin necesidad de ser los "privilegiados" y "consagrados", como lo vienen siendo desde la Antigüedad tardía. ¿No se podrían ir introduciendo cambios, que el pueblo creyente sea capaz de ir asimilando, para preparar una Iglesia del futuro, que sea menos "clerical", pero más "evangélica? ¿O es que nos va mejor con la Religión que con el Evangelio? Es curioso (y llama la atención) el hecho de que la palabra "religión" (thrêskeia), en su significado obvio de "servicio sagrado a Dios", no se menciona en el Nuevo Testamento. La palabra "religión" aparece en la carta de Santiago (1, 26-27), pero para decir que "religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: atender a huérfanos y viudas en su aflicción".
Como se ha dicho muy bien, el cristianismo, fundamentalmente, no exige un comportamiento cultual especial (W. Radl: Dic. Exeg. NT, vol. I, 1898). Por lo tanto, para el NT, la "religión" como culto sagrado, liturgia, ritual o conjunto de observancias o dogmas, no existe ni tiene presencia o razón de ser. Es un asunto del que no se habla. Ni se menciona una sola vez en todo el NT. Pero no es esto lo más fuerte. Lo más grave y más decisivo, en este asunto tan fundamental, es que, si leemos y analizamos los evangelios con detención y atención, lo que en ellos encontramos es algo que, no sólo nos sorprende, sino que sobre todo nos desconcierta. Se trata del desconcierto, que nos produce, el hecho de que el conjunto de relatos sobre la vida y enseñanza de Jesús, que nos transmiten los evangelios, deja patente que la religión, como conjunto de leyes y rituales, templos, altares y sacerdotes, no soporta al Evangelio y, por eso mismo, es incompatible con el Evangelio. Si algo hay claro y repetido tantas veces en los evangelios- es que los "hombres de la religión" no aguantaron el Evangelio de Jesús. Y no lo aguantaron porque los hombres de la religión vieron, en el Evangelio de Jesús, un peligro, una amenaza de vida o muerte. Como quedó patente en el Consejo Supremo (Sanedrín) cuando los dirigentes religiosos vieron que el proyecto de Jesús se centra en la defensa de la vida, como se vio evidente cuando Jesús le devolvió la vida a Lázaro (no es que lo "resucitó" para la "otra vida", sino que le hizo recuperar "esta vida"). Mientras que el proyecto de los hombres de la religión es defender y mantener su templo, sus ritos y normas, sus dignidades y privilegios, sus poderes sobre el pueblo (Jn 11, 47-53). Esto explica por qué Jesús antepuso siempre la curación de enfermos, la cercanía a los pobres, a los pequeños, a los pecadores y a toda clase de personas despreciadas y rechazadas por los dirigentes religiosos. Todo esto es lo que privilegió Jesús incluso quebrantando las normas de la religión, enfrentándose a sus sacerdotes y actuando con violencia contra quienes utilizaban el templo como negocio, hasta convertirlo en una "cueva de bandidos". Como es lógico, esta secuencia prolongada de enfrentamientos acabó como era previsible e inevitable, en aquella sociedad: la religión mató a Jesús. ¿Se puede decir más claro que la religión es incompatible con el Evangelio? Pero, si esto es así, ¿cómo se explica que, en este momento y durante tantos siglos, la religión haya estado y esté más presente que el Evangelio en la Iglesia y en la sociedad? La respuesta se comprende enseguida: la religión da poder, importancia, fama, en tanto que el Evangelio se vive desde la debilidad, lo marginal y lo excluido. Por eso la religión te hace vivir en la seguridad, mientras que el Evangelio (vivido de verdad) te obliga a vivir en la inseguridad. Todo esto se fue haciendo vida en la Iglesia. Y por eso, en ella, se fue debilitando el Evangelio y se fue potenciando la religión. Ya en el s. III, el "clero" se separó y se sobrepuso a los "laicos". Y en el s. IV, con la "presunta" conversión de Constantino, la Iglesia recibió privilegios. Y a partir de Teodosio, en el 381, además de privilegios, también dinero. Los ricos comenzaron a entrar en la Iglesia en cantidades siempre crecientes, a menudo para cumplir con funciones de liderazgo en calidad de obispos y de escritores cristianos ("Padres de la Iglesia" y Teólogos). La Iglesia se organizó y se gestionó a partir de ricos y poderosos (Peter Brown, "Por el ojo de una aguja", pg. 1034). Así, Europa quedó marcada por la "religión cristiana", pero muy alejada del "Evangelio de Jesús". Por más extraño que parezca, ahora mismo estamos viviendo una oportunidad inesperada. La religión se difumina y se hunde. Es verdad que hay casos en los que la "política", el "nacionalismo", la "riqueza" pretenden suplir el vacío que deja la ausencia de religión (cf. Juan A. Estrada). Pero es más fuerte y determinante el anhelo, el deseo de recuperar los valores que aporta el Evangelio: que haya vida, humanidad, felicidad para todos. Ni la política, ni la tecnología, ni la religión responden a este anhelo mundial, a este grito de la tierra, que cada día se hace más fuerte y más insistente. Es la voz del Papa Francisco, el gran líder mundial que ha surgido inesperadamente, tanto más patente cuanto más odiado por tantos clérigos (y sus monaguillos), que, lo mismo que los fariseos antiguos, no soportan el Evangelio. A ellos, les va muy bien con la religión. Lo que estamos viendo, viviendo y sufriendo en España, desde que el PP tiene la mayoría absoluta en el Parlamento de nuestro país, está dejando cada día más patente que estamos siendo gobernados por ateos. Por más misas que oigan los que pertenecen a ese partido, por más obispos que tengan como amigos y por más condenas que impongan a los homosexuales o más obligatoria que sea la asignatura de religión.
¿Por qué digo esto, que es tan fuerte y hasta suena a una agresión injusta y grave? Yo no pertenezco a ningún partido político. Si digo que estamos gobernados por ateos, la razón es muy sencilla. Si no dijera esto, en este momento, estaría dando pruebas de que el Evangelio me importa un bledo. ¿Por qué? Jesús dijo, precisamente al describir cómo será el juicio final, que lo que hacemos o dejamos de hacer, con los más desamparados de este mundo, es a Dios mismo a quien se lo hacemos o se lo dejamos de hacer (Mt 25, 31-46). Por eso me atrevo a decir que quienes nos gobiernan, y los que con su silencio aprueban lo que deciden los de la mayoría absoluta, todos ellos, cuando han aprobado unas leyes de las que inevitablemente se sigue que tantas familias no pueden llegar a fin de mes, tienen que mandar a sus hijos en ayunas a la escuela, no pueden pagar la luz, el agua, el alquiler de la casa, la comida que necesitan..., mientras que los grandes capitales crecen sin parar, la clase media se hunde en la miseria, y raro es el día que no nos enteramos de un nuevo escándalo financiero, es evidente que una gente así no cree en Dios. Porque el “Dios” de esa gente es el dinero, cosa que también está literalmente en el Evangelio (Mt 6, 24). Y quiero dejar claro que lo que digo del PP, lo digo igual de los del PSOE, que en Andalucía han robado con el turbio asunto de los ERE. Y en todas partes donde los que han podido se han aprovechado de la debilidad de la gente humilde. Nunca el ateísmo se había quitado la careta como ahora en España. Por eso es más indignante que haya tantos “beatos” y “santurrones” que, con su careta religiosa, se engañan. Y nos engañan. A costa del sufrimiento y de la humillación de los más desgraciados. ¡Por favor, YA ESTÁ BIEN! Que no es la crisis. Ni Bruselas. Que son ellos. Porque lo que tenemos, se podía repartir mejor. Y arrimando todos el hombro. Pero no nos da la gana. Porque “nuestro dios” (la codicia del dinero) no nos lo permite. Comprendo que haya bastantes mujeres decepcionadas con la reciente exhortación del papa Francisco. Lo mismo que, sin duda, habrá otras que ahora se sientan más seguras ante lo que ha dicho este papa innovador. Mi punto de vista representa poco en éste y en tantos otros asuntos.
Pero, sea mucho sea poco, quiero dejar claro, de entrada, que estoy de acuerdo con lo que dice Francisco sobre la mujer en la exhortación “Evangelii Gaudium”. Con tal que se tenga en cuenta que el mismo papa, en esta exhortación (que no es una encíclica y menos aún una definición dogmática) , les dice a los obispos y a los teólogos que, en el asunto concreto de la ordenación sacerdotal de mujeres, “hay un gran desafío”. Y por eso les dice a los entendidos en estos temas que “podrían ayudar a reconocer mejor lo que esto implica con respecto al posible lugar de la mujer allí donde se toman decisiones importantes, en los diversos ámbitos de la Iglesia” (nº 104). El asunto, por tanto y en lo que se refiere a la ordenación sacerdotal de mujeres, no está cerrado, sino que está en un proceso de búsqueda, cosa que intentaré explicar en lo que yo puedo alcanzar sobre el tema. El papa Francisco insiste en la necesidad de que la Iglesia retorne a la vivencia integral del Evangelio. Pues bien, si es que eso se toma en serio, vamos en serio a poner en práctica lo que dice el papa. Y, en tal caso, lo que en el Evangelio encontramos es que Jesús no ordenó de sacerdote a nadie. No a mujeres, por supuesto. Pero tampoco a hombres, ni siquiera a los apóstoles como se suele decir con más ignorancia que conocimiento de causa. De “sacerdotes”, no se habla en la Iglesia hasta el s. III. Y de “orden” y “ordenación”, deberíamos saber que el “ordo” ni pertenece al lenguaje bíblico, sino que es un término y una institución que se tomó de la organización de la sociedad romana. Y eso se hizo también cuando ya estaba bien entrado el s. III. No me detengo en otras explicaciones de historia. Para una información de urgencia, como es el caso, mi punto de vista es que, si Jesús no pensó en sacerdotes, sino que, por el contrario, tuvo conflictos mortales con los sacerdotes, ¿es lo mejor para la Iglesia aumentar el peso del clero y engordar un estamento que se ha apropiado el poder y los privilegios, en detrimento de todos los demás creyentes en Jesús? ¿vamos a potenciar con mujeres ese estamento que se está extinguiendo porque cada día hay menos hombres que quieran formar parte de ese colectivo? Si Jesús no pensó en clérigos o en sacerdotes, ¿los vamos a mantener nosotros, incluso los vamos a potenciar con sacerdotisas? Entonces, ¿una Iglesia sin clero? Pues sí. ¿Y qué? Jesús escogió doce apóstoles. Pero, a juicio del cristianismo naciente, aquello tuvo la finalidad de que aquellos hombres fueran testigos de la resurrección de Jesús. Por eso, a Judas se le buscó un sustituto (Matías). Pero después, a medida que fueron muriendo los demás apóstoles, a ninguno se le buscó otro sustituto. El Evangelio habla de discípulos ejemplares, seguidores que tenían que anteponer el vivir como vivió Jesús a cualquier otra cosa, incluso el entierro del propio padre. Pero, ¿gente con poderes y privilegios? De ninguna manera. Jesús los quería “los últimos”, los “sirvientes” y “esclavos” de todos. Eso es lo que dice el Evangelio. Lo demás, lo hemos ido inventando y engrosando los mortales. Para vivir de eso. ¿Que queremos vivir como vivió Jesús? ¿Y quién se lo impide a las mujeres? Jesús no quería gente con poderes, sino seguidores fieles de su forma de entender la vida. ¿Y qué hacemos con los sacramentos? Que cada comunidad decida, en cada caso, quién coordina, organiza o gestiona, como se hace en todas las instituciones y grupos humanos. ¿Y lo que dijo el concilio de Trento en su ses. VII? Antes de 1980 demostré, citando al detalle las Actas del Concilio (“Símbolos de libertad”, 1981, cap. 8), que lo que se afirma en esa sesión no es doctrina de fe. Se puede pensar de otra manera y hacer las cosas de forma distinta. Lo que importa no es quién tiene este poder o el otro. Lo que de verdad nos importa es vivir como vivió Jesús. Del tema del aborto, hablaré otro día El arzobispo de Granada dirige la editorial “Nuevo Juicio”. Y nos acabamos de enterar de que esta editorial ha publicado un libro que habría sido un éxito rotundo en tiempos remotos, allá por el año 450 antes de Cristo, o sea hace más de dos mil quinientos años, cuando nacieron los códigos de las XII Tablas, que marcan el comienzo del Derecho romano. El libro se titula “Cásate y sé sumisa”. Y ha sido escrito por una mujer, Constanza Mariano.
La tesis que defiende esta mujer es que la sociedad, la familia, las dificultades que nos abruman, todo eso se resolvería si recuperásemos y pusiéramos en práctica de verdad los códigos familiares de las cartas a los Colosenses y Efesios (Col 3, 18-4, 1; Ef 5, 21-6, 9). Como es bien sabido, estas cartas no fueron redactadas por san Pablo, aunque sin duda están fuertemente condicionadas por su pensamiento. Y llevan el sello del Derecho romano en cuanto se refiere a los derechos y deberes dentro de la familia. En aquel modelo de familia, todo dependía del “paterfamilias”, el marido - padre - amo de la mujer, de los hijos y de los esclavos. Era la sociedad patriarcal en estado puro. Lo que inevitablemente hacía imposible el ejercicio de lo que hoy conocemos como derechos humanos, que hacen posible el Estado de derecho. Y, sobre todo, aquel modelo de familia era la escuela perfecta para perpetuar la formación de la “mentalidad sumisa”. La mentalidad que más apetecen los que mandan, para mantener su dominio sobre los demás. Yo supongo que Constanza Mariano no ha pretendido, en modo alguno, imponer semejante forma de dominio en la familia. Pero confieso que, al enterarme de la publicación de este libro, no he podido evitar que me venga a la memoria lo que bien nos ha recordado V. Romano: sólo los esclavos son aptos para la represión. Como se sabe, los atenienses sólo empleaban a esclavos en la policía. Quien practica la represión como oficio tiene que ser él mismo un represor ejemplar. Ésta es la causa profunda de que la obediencia ciega y los ejercicios absurdos de instrucción desempeñen un papel tan importante en el ejército y en la policía. No olvidemos que entre los vigilantes más fieles y seguros de los campos de concentración nazis estaban los propios prisioneros. No le faltaba razón a Bertolt Brecht cuando, en su “Loa de la dialéctica”, dijo esto: “¿De quién depende que siga la opresión? De nosotros. ¿De quién que se acabe? De nosotros también”. Si algo está dejando patente el papaFrancisco, cada día más patente, es que se trata de un papa que cree más en el Evangelio que en el Papado, que toma más en serio lo que dijo Jesús que lo que imponen las normas vaticanas. No pretendo ahora discutir, ni siquiera insinuar, que haya, o pueda haber, contradicciones entre el Evangelio y el Vaticano. Me refiero a lo que es la “convicción determinante” en la vida.
Esa convicción puede ser la bondad o puede ser el poder. Ha habido papas cuya convicción determinante ha sido la bondad. Como ha habido papas cuya convicción determinante ha sido el poder. Ahora bien, el mecanismo que hace funcionar la bondad es el respeto a todos. Mientras que el mecanismo que hace funcionar el poder es el juicio. Esto quedó claro en el principio satánico que pronunció la serpiente, en el mito del paraíso, cuando le dijo a Eva: “Seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal” (Gen 3, 5). Lo que define a Dios, según el demonio, es el poder que delimita lo que está bien y lo que está mal. Y a eso se han dedicado, demasiadas veces, los llamados “representantes de Dios” en la tierra. Por eso, sin duda, el papa Francisco se ha dedicado, en su todavía corto pontificado, a atizarles fuerte a los clérigos, empezando por él mismo, por los papas, los cardenales, los obispos, los curas, los frailes.... Los clérigos, ha dicho Francisco, han sido los que han alejado a los jóvenes de la Iglesia. Una Iglesia que se ha dedicado a juzgar a buenos y malos. Una Iglesia que se ha dedicado a “hacer de Dios”, a producir la impresión de que tiene la última palabra, como si fuera Dios. Por eso, en pocos minutos, le ha dado la vuelta al mundo la respuesta que Francisco le dio a un periodista en el avión de vuelta que le llevaba de Río a Roma: “Si una persona gay busca al Señor, ¿quién soy yo para juzgarla?”. Francisco tiene conciencia de su responsabilidad. Pero también sabe que esta responsabilidad está limitada por su condición humana. Una condición, y su consiguiente limitación, que el papa lleva siempre consigo, por muy papa que sea. Jesús les prohibió a sus operarios arrancar la cizaña en el mundo porque - tengan el cargo que tengan - se pueden equivocar. Y bien puede suceder que, en lugar de arrancar la mala hierba, lo que hagan en la vida sea pasar por este mundo arrancando el trigo de Dios (Mt 13, 24-30. 36-43). Sólo los ángeles de Dios, en definitiva,solamente Dios puede saber y puede decidir lo que está bien y lo que está mal. Y para terminar, un criterio que dejó muy claro el papa Francisco: “Los pecados se perdonan, los delitos no”. El problema está en que abundan los clérigos (con sus monaguillos) que, si es preciso, se tiran a la calle para pedir que, en cuanto eso es posible,algunas cosas que dice el Catecismo se copien en el Código Penal. Ya es malo pecar y tener que confesarse. Pero, si encima de eso, tienes que pasar por el juzgado para acabar en la cárcel.... ¿No es eso pretender que vuelva el Nacional-Catolicismo? ¡Por Dios Santo!, no nos cansemos de ser buenas personas. Porque sólo la bondad - y siempre la bondad - tiene fuerza para cambiar el mundo. Y hasta para darle un giro nuevo a la historia. El papa Francisco está hablando y actuando de manera que da motivos de esperanza. Pero también de miedo. Esperanza y miedo que, si se piensan mirando fijamente al Evangelio, enseguida nos viene a la memoria el extraño contraste que entrañan las palabras de Jesús a los apóstoles cuando los mandó a decir por el mundo que ya está cerca el “reinado de Dios”.
En las instrucciones que les dio Jesús a aquellos hombres había un mandato y una advertencia. Un mandato: “curad enfermos, expulsad demonios” (Mt 10, 1). Una advertencia: “no tengáis miedo” (Mt 10, 27). Es decir, tenéis que ir por la vida aliviando el sufrimiento. Pero, ¡Cuidado!, que eso es muy peligroso. ¿Cómo? ¿Hacer a la gente más feliz representa un peligro que asusta? Pues, sí. Lo es. ¿Por qué? Porque remediar el sufrimiento, de verdad y hasta sus raíces, es luchar contra las causas que producen tanto sufrimiento. Por eso el papa Francisco produce esperanza. Y por eso igualmente da miedo. Los que se están forrando de millones a costa del sufrimiento y del despojo de los derechos fundamentales de los más desamparados, son individuos e instituciones con mucho poder y mucha codicia. Y enfrentarse a esa gente es muy peligroso. Pero lo más grave del asunto es que, una vez que se ha metido por el camino, que se ha metido, este papado no tiene vuelta atrás. ¿Hasta dónde llegará? ¿Hasta cuándo aguantará? Y no ha hecho más que empezar. Lo más esperanzador y lo más peligroso están por llegar. Me llaman la atención y me dan que pensar no pocos de los comentarios que algunas personas hacen a las entradas que pongo en mi blog. Con frecuencia ocurre que no pocos comentaritas producen la impresión de no haber leído el artículo o entrada que pretenden comentar. Una impresión que resulta inevitable porque se trata de comentarios en los que no se hace mención alguna de los problemas más serios, que se plantean en el artículo, al tiempo que todo se centra y se reduce a enjuiciar (positiva o negativamente), no el contenido del artículo, sino al autor de ese artículo.
Por supuesto, cada cual debe sentirse enteramente libre para expresar su opinión sobre el asunto o el problema que le parece más importante para el bien o el mal de los demás, para el juicio que nos merece la Iglesia, para la fe o la crisis de fe que estamos viviendo y, sobre todo, para la felicidad o el sufrimiento de la gente, etc. Pero resulta que todo esto suele ser poco frecuente. Y sin embargo, es chocante la cantidad de comentarios que se hacen para agredir a alguien, a veces incluso insultar. Al tiempo que es infrecuente el caso de personas que dan la impresión de que su deseo es profundizar en los numerosos problemas evangélicos, eclesiológicos, sociales, políticos o simplemente humanos que hoy se nos plantean. Cuando todo esto, además, se hace desde la impunidad del anonimato, entonces - créanme - da pena. ¿Qué Iglesia tenemos? ¿Qué Iglesia queremos? ¿Qué Iglesia deseamos y esperamos? ¿O es que la Iglesia no nos interesa en absoluto y lo que de verdad nos interesa es dejar en ridículo a todo el que no coincide con nuestra manera de pensar y de vivir? Quiero ser sincero. Lo que más me preocupa en esta vida es el problema de la bondad. No el problema del bien o del mal. Porque, a fin de cuentas, el “bien” y el “mal” se refieren a contenidos que fijan aquellos que tienen poder para determinar lo que está bien y lo que está mal. La bondad, sin embargo, entraña siempre una relación con alguien. El bien se predica. La bondad se contagia. Es decir, el que es bondadoso, por su misma manera de ser y de vivir, incluso sin pretenderlo, por su sola manera der ser, hace que los demás se sientan mejor. Me temo que esto me falta a mí. Porque, de ser bondadoso de verdad, muchos de los comentarios de este blog serían distintos. De verdad, no me siento mal ante los insultos que algunas personas me propinan. Me siento mal por el mal que se hace a sí mismo el que insulta. Por favor, lean Mt 5, 21-22. Leyendo los evangelios, en ellos veo que Jesús le dijo a cada persona y a cada grupo humano lo que tenía que decirle. Por eso, no siempre Jesús dijo lo que agrada a todo el mundo. No pretendo compararme con Jesús. Lo que pretendo - aunque estoy muy lejos de ello - es aprender la forma de vivir que llevó Jesús. Si en este blog se aprende algo de esto, en tal caso estamos en el buen camino. Modelo de santos, proyecto de Iglesia
Desde hace casi dos mil años, la Iglesia suele atribuir a algunos cristianos difuntos la cualificación de santos. Es evidente que, desde sus orígenes, cuando la Iglesia toma la decisión de canonizar a un difunto, lo que en realidad hace, además de enaltecer obviamente la memoria del nuevo santo, es presentar al personaje canonizado como modelo del ideal humano y religioso que la misma Iglesia pretende proponer ante la sociedad, para que el proyecto original de Jesús y su Evangelio se realice en las condiciones actuales de vida que lleva consigo el mundo presente. Lo cual significa, como se ha dicho muy bien, que el grupo social que es la Iglesia se expresa de la manera más elocuente en el hecho de su santoral. Las preferencias de la Iglesia, al canonizar a una persona, cuya vida ya ha dado de sí todo lo que podía dar como ejemplaridad, expresan las opciones más profundas de la misma Iglesia (P. Delooz). Ahora bien, tal como se ha realizado la canonización de los santos en la Iglesia hasta nuestros días, resulta patente que, en la historia de las canonizaciones, nos encontramos ante un fenómeno, que es mucho más elocuente de lo que seguramente imaginamos. Elocuente, para conocer cuáles son las verdaderas intenciones y proyectos de la institución eclesiástica y sus dirigentes, en el gobierno de la Iglesia. Donde mejor se conoce la Iglesia, que se quiere, es en el modelo de santos que se canonizan. Como es igualmente cierto que el tipo de Iglesia, que no se quiere, donde mejor se expresa es en el modelo de santos que no se canonizan. Porque, a fin de cuentas, tanto los que suben a la gloria de los altares, como los que se quedan en la podredumbre de las tumbas, unos y otros, están donde están, porque los unos han pasado y los otros no han podido pasar el tupido filtro de exámenes, juicios, controles, informes y documentos, analizados con lupa, interpretados y vueltos a interpretar, por expertos y jueces, teólogos, obispos y cardenales, que acaban con el dictamen final del Sumo Pontífice, “a quien únicamente compete el derecho de decretar” si el “siervo de Dios”, en cuestión, merece o no merece ser propuesto como ejemplo y modelo para “la devoción y la imitación de los fieles”, según reza la Constitución Apostólica Divinus Perfectionis Magister, que Juan Pablo II publicó el 25 de Enero de 1983. Canonizaciones y eclesiología Con todo esto quiero decir que la historia de las canonizaciones no es un asunto que pueda interesar simplemente a la historia del cristianismo. Ni que pueda afectar solamente a la espiritualidad, a la piedad o a la religiosidad de los fieles. Todo eso es cierto, no cabe duda. Pero lo más fuerte, que se oculta en esta cuestión, es un hecho mucho más profundo. Porque en realidad lo que, en la historia de las canonizaciones se expresa, es una de las manifestaciones más claras y más fuertes de la eclesiología. Es decir, en los santos que la Iglesia canoniza o deja de canonizar, en ese hecho, es donde seguramente se pone en evidencia con más fuerza el modelo de Iglesia que tenemos y, sobre todo, el modelo de Iglesia que actualmente el papado quiere imponer. Porque, cuando hablamos de los santos que se han canonizado o se han dejado de canonizar, no estamos hablando de teorías o de especulaciones teológicas, sino que nos estamos refiriendo a formas de vivir y de situarse en la sociedad. Formas de vida, que, en unos casos, se magnifican hasta glorificarlas y ponerlas como modelo. Y formas de vida, que, en otros casos, se marginan o simplemente se dejan caer en el olvido. He ahí la Iglesia que se quiere. Y también la Iglesia que se rechaza. En esto radica la importancia teológica más elocuente de las canonizaciones. Primer milenio: una Iglesia de todos y para todos Como es lógico, la historia del fenómeno, que acabo de describir de forma muy resumida, ha evolucionado notablemente a lo largo de los siglos. Pero también esta evolución es significativa en cuanto manifestación de una determinada eclesiología. En efecto, como es sabido, durante los primeros tiempos de la Iglesia, la decisión de venerar a un difunto tributándole culto público no dependía de ningún poder central de la institución eclesiástica, sino que provenía de los fieles. Es decir, era la comunidad creyente la que tomaba la decisión de venerar a los mártires. Cosa que se hacía casi espontáneamente. Más tarde, a partir del s. IV, cuando los cristianos dejaron de ser perseguidos y, más bien, empezaron a erigirse en perseguidores, lógicamente disminuyó el culto a los mártires. Y empezaron a ser considerados como santos determinados personajes (monjes, ascetas, hombres de Dios y mujeres piadosas) que, en una determinada región, eran tenidos como tales por la población creyente. Este procedimiento popular duró casi todo el primer milenio. Así consta en el calendario romano del 354 y en el primer martirologio que se conoce, del año 431. Lo mismo que en la recopilación de santos que, antes del 735, hizo Beda el Venerable o el que, hacia el 875, recogió Usardo de San Germán. La creciente concentración del poder Fue en el año 993, cuando por primera vez un santo fue canonizado por un papa. Ocurrió con la canonización de san Ulrico, obispo de Ausburgo, que fue declarado santo por el papa Juan XV. Sin embargo, aun después de esta primera canonización papal, se siguieron designando santos por el tradicional procedimiento popular o, en algunos casos, por el reconocimiento de un obispo. Este estado de cosas se prolongó hasta el año 1171, cuando el papa Alejandro II prohibió a los obispos la designación de santos “sin la autoridad de la Iglesia Romana”. Pero la regulación del procedimiento exclusivamente papal, para las canonizaciones, es mucho más reciente. La normativa sobre este asunto fue dictada por el papa Urbano VIII, en 1634 (Decretalium, lib. III, tit. 45, c. 1. Friedberg II, 650). Cosa que no parece casual. Eran tiempos de Contrarreforma, magnificados culturalmente por los esplendores del Barroco. Tiempos, por tanto, propicios para que Urbano VIII Barberini (el de la Cathedra, la Confessio, la Plaza de San Pedro, de Bernini) practicara una auto-representación de su dominación absoluta, elevada al ceremonial teatral, como bien ha observado H. Küng. No hay, pues, que esforzarse demasiado para comprender que, con el paso de los tiempos, a medida que el poder se fue concentrando y enalteciendo en el papado, en esa misma medida la Iglesia Romana se fue alejando progresivamente de la sencillez del Evangelio y se fue auto-comprendiendo como un poder político y mundano. Como es lógico, en tales condiciones, se vio necesario delimitar y fijar cuidadosamente las condiciones y cualidades, que era necesario exigir, para proclamar a un cristiano difunto como ejemplo y modelo de lo que es y de lo que quiere ser la Iglesia. Sin duda alguna, este criterio estuvo presente y operativo, de forma más o menos consciente, en el control que, desde entonces, el papado viene ejerciendo en la canonización de los santos. Poder religioso y poder político Así las cosas, se comprende sin dificultad que, desde que el papado se erigió en poder político, además de su autoridad estrictamente evangélica, esta extraña y única forma de entender y ejercer el poder en este mundo se haya hecho sentir fuertemente en las canonizaciones de los cristianos que Roma ha propuesto como ejemplo. Bastan algunos ejemplos para ver hasta qué punto esto ha ocurrido así. Por ejemplo, cuando el papa Eugenio III canonizó, en 1146, al emperador Eugenio II de Baviera, en realidad, fueran las que fuesen las virtudes de aquel emperador, lo que parece bastante claro es que Roma quiso proponer un modelo de gobernante político, piadoso y sumiso a la Santa Sede, que respondía a lo que el papa esperaba del poder imperial. Por la misma razón, la canonización de Eduardo el Confesor por Alejandro III, en 1161, proponía un modelo de rey conforme a las pretensiones de la corte de un papa autoritario, que hizo todo lo posible para afirmar la preeminencia del poder pontificio sobre el poder imperial. Y cuando este mismo papa canonizó, en 1173, a Tomás Becket, sólo tres años después de su muerte, todo el mundo entendió en Inglaterra que el papado elevaba a la dignidad de los altares a un obispo rebelde a la autoridad del rey Enrique II. Otro ejemplo elocuente: una de las consecuencias de las Cruzadas fue la creación de una variante decisiva del ideal de santidad. Los santos militares muy populares, de los primeros tiempos de la Iglesia, habían adquirido su condición de tales renunciando a la guerra terrenal. A partir de las guerras contra los “infieles sarracenos”, el hecho mismo de ser militar equivalía a alcanzar la santidad. Este espíritu se advierte en un fresco que todavía se puede contemplar en la cripta de la catedral de Auxerre, donde el obispo, un protegido del papa Urbano II, que tomó parte en la Primera Cruzada, encargó una pintura del Fin del Mundo en la que el propio Cristo aparecía retratado como soldado a caballo. Una imagen imposible de imaginar en los primeros siglos de la Iglesia. Los intereses de la Iglesia habían modificado radicalmente la imagen de la santidad. Eran los tiempos en los que en España se ensalzaba la imagen de Santiago, vestido de militar y montado en un caballo, matando moros con un fervor inimaginable (Diarmaid MacCulloch). El “santo” era el “Caballero de Cristo”, incluso el conquistador de todos los enemigos, como lo pinta san Ignacio de Loyola en su libro de los Ejercicios Espirituales. Pero el caso más claro de la respuesta del papado, mediante la exaltación a la gloria de los altares, ante los peligros que Roma veía como amenazas a su poder, fue la canonización de Gregorio VII. Este papa murió en 1085, pero fue canonizado en 1728, o sea seis siglos y medio después de su fallecimiento. Como se sabe, con la mejor intención del mundo, Gregorio VII es el prototipo del papa más ambicioso de poder que se puede imaginar. Basta leer el Dictatus Papae (H. Küng, El Cristianismo. Esencia e Historia, Madrid, Trotta, 1997, 394) para quedarse asombrado ante semejante ambición. Este papa fue el que dio un giro completamente nuevo al ejercicio de la potestad papal en la Iglesia. De forma que, desde entonces, “obedecer a Dios significa obedecer a la Iglesia, y esto, a su vez, significa obedecer al papa y viceversa” (Y. Congar). Pues bien, ni siquiera el papado se atrevió a canonizar este posicionamiento durante más de seis siglos. Hasta que, en el s. XVIII, se produjo la recuperación de la Reforma, con la fuerza que consiguió el “pietismo” de hombres como August H. Franke (1663-1727) y más tarde Nikolaus L. G. Von Zizendorf (1700-1760). El deslizamiento de la “luz interior” a la “luz de la razón” fue inevitable. Y la consecuencia fue el terreno abonado para que surgieran las ideas de Lessing, Kant, Schiller, Fichte, Höldering. Las armas que tenía el papado para ofrecer resistencia ante la incipiente modernidad eran muy escasas. Y pronto se vio que una de tales armas era precisamente la exaltación del propio papado. En estas condiciones, uno de los remedios que se encontraron fue recuperar y exaltar la memoria de un papa al que ya pocos podían recordar, pero que urgía dar a conocer. Fue entonces cuando Benedicto XIII canonizó a Gregorio VII. Intereses económicos Pero las canonizaciones no ponen en evidencia solamente los intereses de poder del papado. Además de eso, el proceso de cómo y por qué se hace un santo pone igualmente de manifiesto importantes intereses económicos. Es muy difícil saber el dinero que cuesta hacer un santo. Lo que se sabe con seguridad es que cuesta mucho. Seguramente, bastante más de lo que se suele imaginar. En tiempos del papado de Pablo VI, una monja, que ocupaba un cargo importante en su congregación religiosa, me dijo en Roma que estaba escandalizada y hasta desconcertada en sus creencias. Pocos días antes, el papa había canonizado a la fundadora de su instituto. Y era tal la cantidad de dinero que aquello había costado, que la congregación había tenido que vender varias fincas y propiedades para poder pagar el proceso de canonización y las celebraciones consiguientes. La deprimida monja añadía: “Lo que más me indigna es la cantidad de cientos de miles de dólares, que ha sido necesario entregar para los regalos que, en estos casos, se hacen a los cardenales que apoyan la causa de canonización”. Los santos mueven mucho dinero. Las canonizaciones son un negocio. El fabuloso negocio que fue, en tiempos pasados, la compra-venta de indulgencias, del Purgatorio (W. R. Naphy, ed., Documents of the Continental Reformation, Basingstoke 1996, 11-12). Y el negocio que sigue siendo, en la actualidad, la compra de libros, reliquias, imágenes, peregrinaciones, viajes.... Por eso, entre otras razones, la santidad es un privilegio que no suele estar al alcance de los pobres. En uno de los estudios más fiables que se han hecho, hasta ahora, de 1938 casos examinados de santos canonizados, el 78 % han pertenecido a la clase alta; el 17 % a la clase media y solamente el 5 % a la clase baja (K. y Ch. George, Roman Catholic Sainthood and Social Status. En Bendis and Lipset: Class Status and Power, Social Stratification in Comparative Perspective, New York 1966, 394-402). La conclusión es clara. Las canonizaciones reglamentadas y controladas por el papado, cosa que viene ocurriendo desde el s. XI, presentan, ante la sociedad mundial, la patente opción de la Iglesia. La Santa Sede ofrece al mundo una imagen de la Iglesia que poco o nada tiene que ver con lo que enseñó Jesús. La gente que asiste a una canonización solemne, en la Plaza de San Pedro, con la puesta en escena de la magnificencia pontificia, ante la presencia de autoridades y representantes políticos, se tiene la impresión de que estamos presenciando a la Iglesia triunfante, propuesta como modelo imposible. Y como justificante de una Jerarquía de poderes y dignidades que se ha integrado como elemento legitimador y componente del sistema que sustenta las desigualdades y sufrimientos que marginan y excluyen a los más débiles de esta tierra. El pontificado de Juan Pablo II El pontificado de Juan Pablo II ha marcado un giro nuevo y una etapa distinta en la historia de la canonización de los satos. Lo primero que llama la atención es la cantidad enorme de santas y santos que este papa ha canonizado. Más que todos sus predecesores juntos. En su pontificado se celebraron 65 canonizaciones. Y en algunas de ellas, se elevaron a la dignidad de los altares, de una sola vez, a más de 100 cristianos. Está, pues, fuera de duda que Juan Pablo II tuvo y mantuvo el proyecto de una Iglesia que se pone de manifiesto en un modelo de santo de mentalidad religiosa tradicional, la mentalidad previa al Vaticano II, que es la forma de pensamiento que impulsó el papa Wojtyla. Esto es lo que explica que este papa se diera prisa para canonizar a Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. Como explica igualmente que se le haya negado la canonización a Mons. Oscar A. Romero, defensor de los pobres y de la Teología de la Liberación, asesinado por un pistolero, pagado por la derecha política de El Salvador, justamente mientras celebraba la eucaristía en un hospital de enfermos terminales. El 25 de Enero de 1983, este papa publicó su Constitución Apostólica Divinus Perfectionis Magister. En ella, Juan Pablo II dejó atado, y bien atado, todo cuanto se tiene que hacer para que los difuntos que la Iglesia canoniza sean personas cuya vida y conducta se ajustan exactamente a lo que los obispos, la Curia y el papa desean que sea el cristiano que sube a los altares y se propone como ejemplo para los demás. Es claro que, en el amplio elenco de canonizaciones que ofrece el pontificado de Juan Pablo II, tienen lugar el modelo de cristiano que se ve enseguida en el obispo Escrivá de Balaguer. De la misma manera que no tiene lugar el modelo de creyente que se expresa en Monseñor Romero. Es evidente, por tanto, que la Iglesia pre-conciliar, que representa Escrivá y el Opus Dei, como la que representan los nuevos movimientos apostólicos de extrema derecha (Neocatecumenales, Comunión y Liberación, Legionarios de Cristo...) hacen patente el modelo de Iglesia que se quiere imponer desde Roma. Como resulta igualmente evidente que el tipo de cristiano, que quedó plasmado en la vida y en las enseñanzas de Mons. Romero o de Monseñor Angelelli (en Argentina), no representa el modelo de Iglesia que el papado actual quiere imponer a toda costa. Conclusión Nadie va a poner en duda que, en la proclamación de los santos, la Iglesia Jerárquica responde a una demanda que brotó entre los cristianos casi desde los orígenes mismos del cristianismo. Es la respuesta a un anhelo profundo de la fe religiosa. El anhelo de veneración hacia las mujeres y hombres que han vivido de forma ejemplar las exigencias del Evangelio y de la fe en Jesús el Señor. Y, sobre todo, el anhelo de encontrar testigos ejemplares que han sido modelo de vida en el discipulado y seguimiento de Jesús, incluso hasta la entrega completa de la propia vida. Es evidente que, desde este punto de vista concreto, la Iglesia nos ofrece una inmensidad de testigos del Evangelio, que son el ejemplo vivo, no basado en teorías sino en hechos vividos histórica y socialmente, que motiva nuestra fidelidad al mensaje de Jesús. Pero, con esto, no está dicho todo lo que nos interesa cuando hablamos de cómo un cristiano llega a la santidad oficialmente reconocida. En las canonizaciones se pone en evidencia lo que la Iglesia Católica Romana quiere aportar al mundo, en un tiempo de cambios culturales muy profundos y de crisis que a todos nos alarman cada día más y más. La Curia Romana produce la fundada sospecha de que no ha tomado en serio el proyecto de remediar - o al menos aliviar - el sufrimiento del mundo. Ese proyecto no parece ser, no es, lo que más preocupa al Vaticano. Los silencios cómplices del papado y sus jerarquías ante la incesante agresión, que se hace a los derechos humanos de mujeres, niños, inmigrantes, pueblos enteros víctimas de la violencia armada y, sobre todo, ante el modelo de sociedad desigual que nos están imponiendo los poderes políticos y económicos, todo eso es la prueba más patente de que la cúpula de la jerarquía eclesiástica quiere una Iglesia bien integrada en el sistema imperante en nuestro mundo. Una Iglesia dotada de poder y de un sólido fundamento económico. Todo ello, bien maquillado y teatralizado en la imagen ingenuamente cautivadora de las virtudes celestiales que se magnifican y se ponen como modelo en cada canonización. Es claro que los santos, que se canonizan, representan (por su mentalidad y su forma de vivir) el modelo de Iglesia que se quiere mantener a toda costa. Sólo quiero añadir, para terminar, que este artículo fue redactado antes de la elección del actual pontífice, el papa Francisco. De escribirlo hoy, matizaría alguna que otra frase del final de este trabajo. En todo caso, manifiesto con toda sinceridad que no puedo entender la decisión de canonizar a Juan Pablo II, un papa de cuya gestión de gobierno en la Iglesia existen fundadas sospechas de que mantuvo pautas de conducta, en los ámbitos de lo político, lo económico y lo eclesial, que han dañado seriamente a la Iglesia y la fe de no pocas personas de buena voluntad. |
Jose M. Castillo
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